Pero hubo que salir, porque sus dos hijas así lo merecían; sin mirar atrás, a los que quedaban haciendo alteos inútiles durante días para que el agua se los llevara en minutos, cuando volvía a subir. Había que seguir sin escuchar a los oportunistas de siempre y las promesas de ocasión. A pesar de todo lo que quedaba atrás, había que alejarse y volver a empezar.
Pasaron años, muchos, demasiados, hasta que la voluntad, la paciencia, la constancia y la honradez permitieron que esa familia pueda encontrar su lugar, otra vez. En el medio se perdieron lazos, amistades, familia, lugares y rutinas. Todo quedó lejos. Se lo llevó el agua. ¿Se preguntarán por lo material? Y sí, también, no quedó nada pero eso se recupera. Todo lo demás, no.
Debe ser por eso que hoy, mis padres no soportan ver un noticiero. Porque mirar la realidad que viven en Buenos Aires es volver el tiempo atrás, es recordar que todo puede evitarse. Y sobre todo, tener la certeza que, cuando estas cosas pasan, estamos solos. A pesar de la solidaridad, que es mucha, a pesar de las primeras planas, a pesar de todo. Cuando se apagan las cámaras, cuando se reparte la ayuda, cuando los días pasan, sólo cuenta la familia. Los afectos de los cuales tuvimos que alejarnos para sobrevivir.
En 1986 yo sólo tenía 6 años y vi como el agua se llevó todo en un lugar muy cercano a donde hoy, mucha gente vuelve a perderlo todo. Nací en Juan José Paso, en el departamento de Pehuajó, uno de los tantos distritos de la provincia de Buenos Aires que también sintió la furia del agua y la ausencia del Estado, sólo que hace 30 años.