Hacía dos noches que no descansaba. Pensaba cuál sería el momento indicado para decirle a mis padres que estaríamos con Francisco. Era una noticia demasiado impactante para gente mayor, fervientes creyentes desde siempre. Así que preferí que la vida nos sorprendiera a todos.
¡Y así fue! El día amaneció con sol radiante. Por momentos llovía. Gente de todas partes. De todas las etnias. De todos los credos. Las largas filas de peregrinación comenzaron al alba, emulando a soldados inamovibles hacia una guerra de la fe. Pasamos los controles, nos ubicaron en nuestros lugares asignados, y esperamos...
Sentada junto a mi mamá, que me sostenía la mano, sentí la maravillosa tensión del mundo sobre la majestuosa Basílica de San Pedro. La tropa de curas oraba y sonreía. Las cámaras se encendían. Y los corazones. ¡Y los ánimos!
Los hijos del Emperador de Japón estaban ahí. Y los hijos de Dios que esperaban la bendición a su boda. La gran puerta se abrió y sentimos la paz. Paz en el saludo. Paz en la sonrisa. Paz en el andar.
Francisco, recorrió lentamente la plaza. Detuvo su paso, y saludó a los niños y enfermos. Subió lentamente al altar. Descansó poco y habló pausado al mundo. A cada uno ofreció su mirada. O su mano. O su palabra.
Mostró que al mismísimo Papa le interesan las pequeñas historias contadas en un segundo. Agradeció la carta de un niño. Agradeció el poncho entregado por mis padres, llamó a sus asistentes y los retó: "Dárselo a alguien que verdaderamente lo necesite".
Me tomó las manos, escuchó mi agradecimiento por recibirnos, me miró a los ojos, y me dijo "ahora, en octubre", contestando a mi pedido que se reencuentre con el pueblo argentino. Luego siguió su paso. Entregando lo mismo que a mi. Que a nosotros. Que a todos.
No es Dios, es Francisco.
No trae milagros. Trae mucha PAZ.