Alan Robinson y Walter Macfarlane estuvieron unidos durante casi toda su existencia, cumpliendo con la ley primera de la hermandad. Así lo exige una de las máximas más conocidas del “Martín Fierro”. Aunque, en esta historia foránea, los protagonistas no tenían conciencia de cuál era el lazo real que los unía. Hasta ahora.
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Nacidos con quince meses de diferencia, el destino los separó cuando nacieron. A los once años, el azar los juntó como compañeros de escuela. Hace unos días, la tecnología los integró como familia. El par de mejores amigos desde sexto grado, después de hacerse un análisis genético, hoy saben que tienen la misma madre biológica.
Ambos jubilados, de nacionalidad estadounidense, se hicieron inseparables desde que se conocieron. En la adolescencia, jugaron al fútbol americano en la Escuela Punahou de Hawaii. En 60 años compartieron aventuras, éxitos y fracasos. También sueños, ideas e iniciativas.
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Robinson fue adoptado y Macfarlane no conoció a su padre. Los dos estaban inquietos para saber algo más por sus orígenes y, por separado y sin saber lo que hacía el otro, adquirieron un kit para realizarse un estudio de ADN.
A pesar de su parecido físico, a ninguno se les pasó por la cabeza que tendrían la misma sangre en común. Con los resultados genéticos en su poder, Walter decidió cotejarlo con una base de datos del portal especializado Ancestry.com, en Internet.
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El hombre de usuario Robi737 apareció en la cima de la lista de coincidencia. Hizo los trámites para conocerlo y casi se desmaya cuando averiguó que su hermano era Alan, el amigo de toda su vida. Desde ese día planifican más contactos y viajes juntos para, parafraseando el poema gauchesco de José Hernández, “tener unión verdadera en cualquier tiempo que sea”.