Pablo Pereyra, productor cinematográfico, Alejandra Ciappa, médica voluntaria, y Ernesto Brandner, gerente del lujoso restaurante del pìso 107 y del bar del 106 del WTC, fueron testigos circunstanciales que a la hora de revivir el momento le dan cabal magnitud humana al desastre del 11-S.
Pablo se instaló en Nueva York durante los 90. Asegura que aquella mañana de septiembre del 2001, el atentado lo sorprendió durmiendo en su departamento a escasas cuadras de lo que más tarde sería la Zona Cero. Se despertó por un llamado de su madre desde Argentina para saber si estaba bien.
Apenas recibió la noticia, trepó hasta la terraza del edificio y allí, junto a una vecina, observaron el humo negro que emanaba de una de las torres. Inmediatamente divisaron el impacto del segundo avión contra la Torre Sur. Según él, “era como una escena de la remake de King Kong de Dino De Laurentiis de los 70, cuando uno de los helicópteros se estrella contra la torre”. Eso fue lo primero que se le vino a la mente.
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Entonces agarró su cámara y con un amigo empezaron a sortear los distintos bloqueos de la Policía para llegar hasta el lugar y registrar aquello que aparecía “como espeluznante”. Al adentrarse a “esa zona lechosa y polvorienta de Manhattan, te dabas cuenta del clima opresivo, donde bastaba dar un paso para salir del sol y meterse a la oscuridad apenas separada por una línea imaginaria”. Cuando el polvo se disipó un poco, podía apreciarse “una parte de la malla que revestía la estructura de las Torres y parecía una escultura entre bella y tétrica”.
Alejandra es una médica argentina que al momento del ataque de Al Qaeda estaba realizando un doctorado en genética y que, apenas ocurrido el hecho, se enroló como voluntaria para trabajar en la zona del atentado. Hoy todavía describe “su frustrante experiencia de no haber podido auxiliar a sobrevivientes, simplemente porque no los hubo”. “Lo único que queríamos era rescatar vidas entre los escombros, pero tan sólo encontramos muerte”, recordó.
La joven se debió conformar con asistir a policías y bomberos heridos, como así también a los habitantes latinos de los edificios aledaños al complejo del World Trade Center.
Ernesto fue gerente del lujoso restaurante que funcionaba en el piso 107 y también del bar del 106 en la Torre Norte. Advierte que pese a los rigurosos mecanismos de seguridad dispuestos en el complejo, “nadie se había planteado jamás la posibilidad de un ataque por aire”.
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Quizás por eso, cuando el vuelo 11 de la American Airlines se estrelló contra la Torre Norte a la altura de los pisos 93 y 94, ninguno de sus empleados y amigos que trabajaban en el sector pudo salvarse. “Era imposible porque la explosión bloqueó todas las salidas y los únicos que pudieron escapar fueron los que estaban en los pisos inferiores, haciéndolo por las escaleras”, remarcó.
Ernesto afirma que diariamente desde su restaurante se saludaba con los pilotos de los helicópteros que informaban sobre el tráfico y las condiciones meteorológicas de la ciudad. Señala que “si alguien hubiese querido hacer volar las torres con esas aeronaves y un misil podría haberlo hecho sin necesidad de apelar a los aviones como ocurrió el 11-S, graficando así la confianza y la falta de preparación que existía previamente al atentado”.
A 20 años del ataque terrorista suicida más impactante en toda la historia del país del norte, Brandner resalta que “ese hecho cambió para siempre el estilo de vida no sólo de la gente de Nueva York, sino de toda la sociedad norteamericana en su conjunto”.