Ayer, en Córdoba y después de 10 meses de gira, Shakira completó 82 conciertos de “Las Mujeres ya no lloran tour”. Un número que no es simplemente eso: es la ratificación de estar en presencia de la artista latina más global y taquillera de todos los tiempos. Se reinventó, transformó el engaño y el dolor en canción y exacerbó el concepto de loba para conectar aún más profundamente con su público femenino.
Pero ahora hablemos de la escala cordobesa que no pasó desapercibida. No fue una más. Córdoba vivió dos noches muy distintas con Shakira.
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La primera quedó atravesada por la tormenta eléctrica: un show que debió cortarse antes de lo previsto, después de una hora y media intensa. Hubo enojo, claro. Pero también hubo algo indiscutible: Shakira no especuló. Cantó, bailó y dejó todo lo que el contexto le permitió. Profesionalismo puro, aun cuando el cielo marcó el límite.
La segunda noche fue otra historia. Menos entradas vendidas, noche estrellada y una decisión de último momento que permitió el ingreso de público (con entrada del primer show) de manera un poco informal. Una resolución algo desprolija, sí, pero que también habla del intento por sostener el clima de fiesta, no dejar butacas vacías frente a una artista de ese calibre y dejar un sabor más dulce a la gente que el domingo se fue bajo la lluvia con seis, siete canciones en el “debe”.

Traer a Shakira a Córdoba nunca fue un gesto menor. Es una apuesta grande, arriesgada y necesaria para que la ciudad siga estando en el mapa de los grandes shows internacionales. La organización tendrá cosas para revisar, sin dudas, pero la decisión de traerla merece ser reivindicada.
Porque Shakira fue, es y sigue siendo una artista capaz de atravesar tres generaciones y dejarlo todo en el escenario.
Aún cuando todo alrededor tambalea, ella responde con entrega, oficio y una presencia que no se discute. Y eso, pase lo que pase, también forma parte de la historia que Córdoba va a recordar.


