Las dos eran apasionadas. Una de la reflexión, la otra de la adrenalina de las apuestas familiares. Hace años que no las tengo y todavía me cuesta dimensionar la tristeza que eso me produce pero, ciertamente, de ellas también aprendí la pasión.
Me cuesta hoy vivir sin apasionarme. Por mi familia, por mi trabajo, por el fútbol. Me cuesta arrancar el día si no siento ese entusiasmo diferente que promete la jornada que se viene. Y en estos días de Mundial, especialmente en Rusia, comprobé una vez más lo que tantas veces hemos conversado y discutido, que la pasión es más extrema mientras más necesitada es la gente que la siente.
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La pasión sin límite lleva al fanatismo, a la locura y a menudo a la muerte. La pasión intensa, pero algo inmoderada, a la frustración o a la algarabía a veces agresiva. Por otro lado el orden o la disciplina, en sus versiones más estrictas, anulan la pasión o la reducen a una expresión mínima, al alma insulsa. Y también aprendí de la vida que vivir en sociedad exige cumplir ciertas normas para que el vecino pueda disfrutar lo mismo que yo. Y eso conlleva orden y disciplina, respeto y mesura.
Quiero creer en este país al que amaban tanto mis abuelas. No quiero que desaparezcan del todo los cafés donde nos sentamos a pasar un rato agradable aunque hablemos de cosas sin sentido o de proyectos que nunca van a realizarse.
No quiero un futuro de una infusión rápida, de parado, en un mostrador, donde apenas queda lugar para un saludo cortito. Quiero poder gritar un gol en un partido de fútbol y abrazarme con el desconocido que encontré en la tribuna y salir cantando juntos “vamos Argentina, sabés que yo te quiero” en el subterráneo de San Petersburgo.
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Pero no quiero la pobreza que provoca el egoísmo de cumplir sólo las reglas que nos benefician personalmente e ignorar las que benefician al otro, al de al lado. Eso también aprendí de mis abuelas y mis padres, que ser generoso no es una virtud, es una obligación social. Que el orden no es militar, es una condición indispensable para que se puedan cumplir los sueños de todos.
¿Existirá ese punto medio en que convivan la pasión y la disciplina, o ambas están condenadas a vivir eternamente a cada lado de la grieta?
El Mundial y el desenfreno pasional de los mexicanos, en menor medida de colombianos y peruanos, y por supuesto el de los nuestros, y el entusiasmo distante de los suecos, los belgas o los daneses, volvió a dispararme las preguntas.
Quiero volver a jugar a las cartas, a la lotería, quiero seguir tomando largos e improductivos cafés con mis amigos, quiero ganar de nuevo un Mundial, pero que nadie muera ni sufra por esos caprichos.