Siempre voté a la centroizquierda. Creo en la igualdad de oportunidades. Creo en que el hijo de un rico y el hijo de un pobre, al nacer, tienen que tener las mismas chances de ascender en la sociedad. Por eso creo que hay que atender a los chicos desde el útero materno, para que cuenten todos con las mismas condiciones alimenticias y sanitarias.
Creo, entonces, en que la educación y la salud tienen que ser públicas y de alta calidad para todo el mundo. Creo también que el Estado debe asistir a los que no pueden valerse por sus propios medios. Creo en que la Justicia no debe diferenciar entre débiles y poderosos y usar la misma vara para medir a todos. Creo que la seguridad es una cuestión de políticas sociales y culturales más que de represión policial.
Cuando ganó Néstor Kirchner, la gran mayoría de los que pensaban como yo creyeron que por fin uno de los nuestros llegaba al gobierno. Pero 12 años después la pobreza siguió en los mismos niveles estratosféricos del comienzo, los hospitales públicos continuaron su pauperización, la matrícula de las escuelas privadas creció mientras bajaba la de las escuelas públicas.
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La igualdad de oportunidades siguió siendo una quimera. Creció la asistencia social pero para garantizar los votos y no el acceso a nuevos beneficios de las clases desposeídas. Creció la inseguridad y aparecieron los barones de las droga en los barrios de todas las grandes ciudades, convertidos en los benefactores principales de los humildes.
Pero curiosamente no fue por esto que el kirchnerismo perdió influencia. Es decir, votos. Tampoco por los escandalosos niveles de corrupción que empequeñecieron los del menemismo. La derrota del kirchnerismo sobrevino porque la sociedad se hartó de que la maltrataran verbalmente. Que la presidenta abusara del poder y nos sometiera casi todos los días a homilías autoritarias por cadena nacional, en las que nos daba lecciones de sensibilidad social a los gritos y amenazaba a todos el que pensara distinto con la llegada de las siete plagas.
Ese verticalismo convirtió a Macri en presidente de la Nación. Verticalismo a ultranza en el que nadie se animaba a manifestar la mínima discrepancia, con levantamanos en el Congreso a los que todo lo que viniera del Ejecutivo les parecía bien y con exégetas intelectuales que no cumplieron con su papel de objetar, al menos, los excesos.
Como resultante de esto, como antes fueron los cafés, las redes sociales se convirtieron en el gran salón donde propagandizar el progresismo declamativo que despreciaba los hechos, negaba las evidencias, acusaba sin elementos y condenaba sin pruebas.
La victoria de Bolsonaro en Brasil es hija de circunstancias parecidas, hecha la salvedad de que los gobiernos de Lula y Dilma Roussef lograron una monumental baja de los niveles de pobreza que en Argentina no se replicó jamás.
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Pero en vez de tomar nota de los errores propios, la centroizquierda real insiste en culpar a los demás de sus infortunios. Mientras los vote a ellos, la sociedad madura y toma conciencia, cuando vota a los de la vereda de enfrente, es porque no aprende, está alienada por los grandes medios de comunicación y ha vuelto a equivocarse. En síntesis, la democracia sirve cuando ganamos nosotros y es despreciable cuando ganan los otros.
En ese estado de cosas, no es difícil pronosticar nuestro futuro. Si las fuerzas llamadas progresistas no aprenden de sus errores, no abandonan esa creencia religiosa de que hay una verdad única y que está de su lado, no vuelven al debate democrático donde todas las ideas deben ser consideradas y no condenan severamente los actos de corrupción, aunque deban abjurar de sus propios líderes, el gobierno que seguirá al de Macri no provendrá de ese signo político.
Tal como están dadas las circunstancias, si la actual administración logra enderezar medianamente el barco de la macroeconomía puede aspirar a cuatro años más de gobierno, y si por el contrario, se cumple el deseo de muchos y la embarcación naufraga, es bastante más factible que surja un Trump, no un Obama. En otras palabras, el nombre del próximo capitán sonaría más parecido al de Jair Bolsonaro que al de Lula da Silva.
Esta columna fue publicada en el programa Córdoba al Cuadrado de Radio Suquía – FM 96.5 – Córdoba – Argentina.