No estoy seguro de que deba poner el punto inicial de este relato en el momento de mi llegada a este bonito país que es Nepal. Y digo esto porque creo que las aventuras empiezan en el lugar desde donde uno parte: un aeropuerto, la estación de colectivos o de trenes (para los más aventurados). Lugares donde la gente se despide o se reencuentra, donde las nuevas aventuras comienzan a tomar forma.
Fue así como el primer día de septiembre me encontraba en el aeropuerto de Córdoba, cargando una mochila en la espalda que estaba más llena de sensaciones que de ropa. Por todos lados podía encontrar nervios, ansiedad, incertidumbre y felicidad. Saludé a quienes me fueron a despedir, fundimos un abrazo con cada uno acompañado de un "nos vemos a la vuelta". La primera etapa estaba concludida, la despedida ya era un hecho del pasado.
Ahora se venía lo mas duro, el viaje en sí, el cómo llegar a Katmandú, capital de Nepal, lugar que sería mi nuevo hogar por algunas semanas. Para poder lograrlo, tuve que viajar unas 36 horas. En total, abordé cuatro aviones y atravesé siete aeropuertos. Luego de casi dos días en total, ¡misión superada!
Mientras más cerca me encontraba, aumentaban mis sensaciones. Katmandú me recibió con su clima característico de la temporada, la que ellos en lugar de primavera le llaman "Monzón".
Alguien me estaba esperando en las afueras del aeropuerto, tenía un cartel con mi nombre, lo que alivió mi duda sobre si realmente alguien iba a ir a recogerme. Esta persona me llevó hasta la casa donde me iba a alojar. Hablamos un rato y me bastó para darme cuenta que era alguien muy amable, pero luego de unos minutos tan solo me dediqué a observar todo mi alrededor. Realmente estaba fascinado.
Finalmente llegué a la casa. Alguien abrió la puerta acompañado de una nueva palabra en mi diccionario: "namaste". Acto seguido, me pintó de rojo entre los ojos y me colocó una especie de bufanda de seda sobre mis hombros. Atónito ante esto y un poco perdido, mi respuesta fue saludarla con un beso, a lo que luego le expliqué que nuestra costumbre es saludar de esa manera.
El lugar no es un hotel 5 estrellas, ni siquiera creo que llegue a las dos, pero no es nada que no me hubiera imaginado y esperado. Mi pieza tiene dos camas viejas, una mesa al medio donde tengo algún libro y un antiguo mueble en frente. ¿Para qué más?
Poco a poco me fui instalando, dejé mis cosas en la habitacion y me llamaron a comer. Claro que esta parte había omitido imaginármela, acá se come sentado en el suelo. El menú fue una de sus típicas comidas, "Dhal Bhat". Básicamente, es arroz y sopa de lentejas, todo muy condimentado con especias picantes. Claro... si no tiene estas especias que hagan arder la lengua, no es comida nepalí.
Más tarde llegaron a la casa dos nuevos integrantes, Sevag y Sarin, una pareja que venía desde Líbano, que luego nos haríamos bastantes compinches. Como llegamos el sábado y nuestro trabajo comenzaría recién el lunes, tendríamos estos días libres para aclimatarnos a la ciudad.
Salimos el domingo temprano, tratando de memorizar los raros nombres de algunos lugares que queríamos visitar. Un taxi nos dejó en la primera parada: un templo que estaba plagado de mujeres, de todas las edades, vestidas de rojo, que no paraban de cantar y bailar en las calles. Podíamos sentir que transmitían buenas vibras y felicidad. Puedo decir que así me dio la bienvenida Katmandú.
Ese día no paramos de caminar, atentos a todo, mirando para todos lados, no sólo para conocer, sino para no ser golpeados por un auto o quizás unas de sus cientos de motos que andan por la calle. La sensación que me dejó es que cada uno hace lo que quiere en la calle, la tan famosa "ley de la selva".
Y así llegó el lunes, nuestro primer día de trabajo. Con la ansiedad que nos invadía compartimos el desayuno, esta vez algo no tan típico, más bien parecido a un desayuno de Argentina. A esta altura ya se encontraba Angelina con nosotros, quien había llegado desde Alemania.
Por ser nuestro debut como voluntarios y desconocer el lugar al cual asistiríamos, nos llevaron hasta el orfanato, al cual terminamos de llegar atravesando un herrumbrado portón de chapa y saltando varios charcos de agua formados en el camino de tierra, producto de la típica lluvia del Monzón.
Aún ninguno sabíamos con qué situación nos encontraríamos. ¿Serían muchos chicos? Quizás sólo un par... ¿Y qué edades tendrían? En esos pocos metros caminados estoy seguro que tanto a mí como a mis nuevos amigos, se nos presentaron varias preguntas que estabamos a punto de resolver. Porque lo que veníamos a buscar, estaba ahí, tan cerquita que podíamos oir el alboroto infantil.
Como cualquier persona que es nueva en un lugar, entramos al hogar y saludamos a las tutoras. Con dos días en la ciudad, ya sabíamos que debíamos juntar ambas manos y llevarlas hacia arriba, cerca del mentón... ¡Namasté!
Aproximadamente, unos 20 chicos nos estaban esperando allí. Algunos durmiendo y otros con cara de recién haber abandonado las pequeñas camas que estaban en ese mismo lugar. Fue uno de esos momentos donde uno siente que su imaginación fue bastante acertada con la realidad. No estaba sorprendido, estaba contento porque mi cabeza había dibujado esa imagen previamente.
¡Pero no! Al final terminé dándome cuenta que no había sido tan certero. Apenas realicé unos pasos más, pude ver unas 12 cunas, de diferentes tipos, colores y algunas de ellas bastante improvisadas. En este lugarcito, se encontraban los mas "chiquitines", de los cuales ninguno superaba el año de vida y el más reciente nacido contaba con tan sólo siete días de ver el mundo.. ¡Sí.. siete!
Cuando uno habla de orfanatos, suele imaginarse algún lugar de espacio grande, con niños corriendo y jugando por doquier, pero nadie quiere imaginarse que también hay pequeños de muy poco tiempo de vida que han corrido con esa especie de mala suerte, que por algún motivo no cuentan con sus padres.
Si bien todos ellos requieren atención y afecto, aquellos que aún duermen en cuna sabemos que necesitan de más cuidado. Darle la leche, cambiar los pañales, pasearlos, hacerlos dormir y seguramente cambiar los pañales nuevamente. Y no pensemos que es quitar el pañal y tirarlo, para luego ponerle uno descartable nuevamente. Al menos en esta vivencia, he conocido los famosos pañales de tela que, años atrás, nuestros padres también usaron.
Y ahí se ve parte del gran esfuerzo de quienes están día a día en estos lugares. Porque esto significa tener que lavar todos los dias estos pañales, para que a la mañana siguiente los niños tengan que ponerse debajo de la ropa. Y así, día tras día sin descanso... (continuará)