El crimen de Fernando no fue uno más. No debe haber muchos antecedentes de casos que conmuevan tanto, con un impactante número de argentinos empaticen con la familia de la víctima, lloren con sus lágrimas, sientan su pérdida, internalicen su pedido.
Es que todos pudimos ser Fernando. Todos salimos y sufrimos alguna vez situaciones violentas “propias” de la noche. Si no te pasó a vos, seguro le sucedió a alguien cercano, o al menos conocido.
Y todos pudimos ser Graciela y Silvino. Nos aterra la posibilidad de perder a un hijo, un hermano, un sobrino, un nieto, a mano de un grupo de violentos en una noche que debía ser pura diversión.
Y qué decir de esos familiares de víctimas que ya pasaron por esto. Dupuy, Blumberg, muertos de Cromañón... Y tantos nombres menos conocidos que la historia va olvidando, pero que esos padres y hermanos traen a la memoria una y otra vez. Y pasan los años, y están. Acompañan en el dolor, porque vivirá en ellos pase lo que pase. Son familia del dolor.
Todos somos Fernando.
Pero este caso también generó otro tipo de identificación, quizás el que muchos prefieren no ver -u ocultar-. Una identificación con los ocho victimarios.
Los asesinos no son “monstruos” traídos de otro planeta. Son un producto bien nuestro, típico de un pensamiento machista, clasista y racista enraizado en nuestra sociedad argentina.
Se sienten dueños de una superioridad por “venir de una mejor familia”, tener alguna moneda más, portar un físico corpulento, tener un color de piel claro, haber gozado el privilegio de una mejor educación... Claro que no se puede generalizar, pero no podemos negar que existe.
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Esta violencia, sumada al efecto manada, genera comportamientos como el de esa madrugada en Villa Gesell. Un crimen aberrante al grito de "negro de mierda". Lo siguieron pateando en la cabeza cuando ya estaba sin defensas, agonizando, lo dejaron tirado y se fueron a comer y a reírse de su presa. No deja de doler.
Pero más allá del pedido de justicia unánime. ¿No les parece una buena oportunidad para analizarnos e intentar comprender cómo se construye esta violencia? ¿Qué discursos transmitimos? ¿Cómo educamos? ¿Qué mensajes damos desde las escuelas, las familias, las instituciones estatales, los medios de comunicación, los clubes, etc, etc, etc? En algún punto… ¿Todos llevamos, aunque sea en un mínimo porcentaje, un Thomsen adentro?
La naturalización de la violencia, y cómo algunas personas piden linchamiento a los "rugbiers", nos indican que esa respuesta tiene buenas chances de ser positiva.
Frente al desmayo de Thomsen, afuera de los tribunales de Dolores me tocó escuchar frases como "uno menos", "no lo atiendan, tápenlo con un diario" y algunos insultos más. Querían sangre, y se podía sentir.
Aunque fueron unos pocos entre muchos, representan el sentimiento de una importante parte de los argentinos. Los comentarios en las redes lo demuestran. ¿Acaso esa violencia no forma parte de lo que repudiamos? Lo normalizamos tanto que a veces olvidamos que está adentro nuestro.
Ojalá que este caso nos guíe hacia un sinceramiento profundo. Que, con el mismo ímpetu con el que se pidió una sentencia ejemplar, nos miremos a nosotros mismos, nos analicemos con ojos implacables y entendamos que es una oportunidad para condenar esa fuente de la cual emanan estas personas.
Porque son eso, son personas que hasta ayer eran chicos con tanta vida por delante como la que tenía Fernando.
No son ocho locos aislados. Dejen de vendernos que son “monstruos”. Calificarlos así nos pone en un lugar pasivo, desligándonos de toda responsabilidad, de todo pensamiento crítico, y avala el ensañamiento contra esos "otros".
No son "el otro". No son monstruos. Son resultado de algo mucho más profundo que nos incomoda ver.
Fernando -y los rugbiers- somos todos.