Mis primeros días en Nepal fueron increíbles aunque, cuando mis nuevos amigos libaneses tuvieron que volverse a casa, me di cuenta que vivíamos una especie de Gran Hermano.
El día anterior había sido el turno de abandonar la casa de Martín, un tipo de unos 45 años de origen británico, más precisamente de Oxford. Con él me tocó compartir algunos días la habitación, un gran compañero. Como tenía un acento muy marcado por su origen y hablaba de manera cerrada, era complicado entenderle.
Nos pasamos algunas tardes-noches charlando, entre sus cafés y cigarrillos. Noté en él un gran compromiso con el voluntariado, lo que me convenció que era de buena madera. Martín viajaba, todos los días, dos horas para hacerse presente en un orfanato de chicos que sufrían cierta demencia.
Por las cosas que me contó, era un lugar bastante olvidado. Sin ayuda, sin recursos, sin nada. A tal punto que la semana anterior a uno de nuestros diálogos había fallecido uno de sus integrantes. Me contó muy convencido que estaba en sus planes volver el año venidero para quedarse seis meses. Fue por ello que, al despedirlo, le deseé de todo corazón que pudiera cumplir con sus proyectos.
En la siguiente semana fue el turno de la partida de dos chicas de España: Lorena de Barcelona y Victoria de Madrid. Ellas tenían como actividad asistir a un colegio de la ciudad, a una media hora caminando. Como me habían hablado tan bien del lugar, decidí solicitar ir a trabajar allí por dos semanas y así conocer nuevos chicos.
En el fondo, sabía que esto me serviría también para no apegarme tanto a los otros, ya que eso complicaría más el momento de partida, aunque creo que, al fin y cabo, una semana es suficiente para no querer dejarlos.
Me sorprendí cuando llegué al nuevo sitio porque el lugar estaba vacío. Era totalmente raro no escuchar gritos o sentir que algún niño estuviese intentando treparse sobre mí. Volví a la entrada y hablé con alguien, para saber dónde estaban los chicos. Entre un inglés muy pobre, mezclado con nepalí más el lenguaje universal de las señas, me indicaron hacia dónde debía ir.
De fondo se escuchaba un bullicio por altoparlantes, música y fiesta, lo que me facilitó encontrar el lugar. Al llegar, vi una gran carpa armada con un escenario. El lugar estaba lleno de chicos: la mayoría eran de un colegio que está de camino al orfanato. Fue fácil saber que eran ellos, por su uniforme y porque hablan con señas, dadas sus condiciones físicas.
Entre la multitud me estaba siendo imposible encontrarme con mi grupo, hasta que en un momento alguien me tomó de la mano y me abrazó por la cintura. Era un chico de unos 7 años que días antes había visto con sus amigos y una pelota y me había puesto a jugar con ellos.
Inmediatamente aparecieron los otros jugadores de aquella tarde que, entre globos y gorros, me llevaron para que me sentara con ellos. Uno, cuyo nombre era Susho, me contó lo que festejaban. "Bal Divas", me dijo. Luego me explicó que se trataba del Día del Niño. Después me llevaron con mi grupo de chicos, pero sin alejarse de mí durante todo el festejo.
En ellos noté un inmenso cariño y afecto, desde el primero que me saludó con su más sincero abrazo, hasta el momento en que a cada chico le entregaban una caja con algunas masas, una especie de factura, una manzana y un jugo. "Susho" no dudó en ofrecérmela. Ahí terminé de convencerme del enorme corazón que tenía, porque mientras todos los asistentes devoraban el contenido de la caja, él ni siquiera la abrió. De más está decir que me fue imposible aceptarla.
Ya casi terminados los actos de cantos y bailes, tuve que acompañar a mis chicos de regreso, lo que significó tener que despedirme de mis nuevos amigos. Tomé de la mano a algunos de los chicos y emprendimos la vuelta, pero no sin antes tomarme una foto con Susho y prometerles que en los próximos días nos volveríamos a ver.