De chico aprendí a ser apasionado. La primera pasión que recuerdo es Titanes en el ring. Esperaba con ansias el domingo y que alguna vez la Momia le ganara a Martín Karadagián. Y me apasionaron los asaltos y el juego de la botella o el verdad consecuencia, a ver si por fin podíamos enterarnos de la chica que gustaba de mí. Y los partidos contra séptimo grado de la tarde con tribuna femenina y todo.
Después me apasionó la música en todas sus versiones, y las americanas y el boliche y por supuesto los primeros amores.
No sé en qué momento de la vida uno deja de ser apasionado. Me di cuenta que algo de eso había perdido en el camino cuando leí por primera vez la definición en el diccionario. Pasión: afición vehemente a algo. Perturbación o afecto desordenado del ánimo.
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Eso era, la vida nos había domado. Nos había enseñado el orden, algo de lo carecíamos en la niñez o la adolescencia. Como la canción de Roque Narvaja, habíamos aprendidos a ser discretos, serenos, complacientes, equilibrados. La vehemencia con la que queríamos las cosas empezó a dar paso a actitudes reflexivas. Dejamos de tomar riesgos. Empezamos a desconfiar de la aventura.
Pero, aunque sea por la fuerza de los recuerdos, no toda la pasión se nos ha ido. Por eso agradezco conservar la que siempre tuve por el fútbol. Es cierto que ya no me enojan tanto las derrotas ni ando saltando de euforia por un triunfo, pero aún siento esas cosquillas intensas frente a un partido clave y no puedo esconder mis emociones después del resultado.
Son sentimientos ordenados, claro está. Cuando uno pinta para viejo la pasión empieza a parecerse mucho al fanatismo. Pero alcanzan para sentirnos vivos. Para pensar en que la vida no deja de ser intensa por más canas que peinemos, por más que nos duelan los huesos cuando llueve.
Esta columna fue publicada en el programa Córdoba al Cuadrado de Radio Suquía – FM 96.5 – Córdoba – Argentina.