Hay personas que quedan atrapadas en la libertad. Esa es la historia de Rubén. Hace 40 años le tocó la colimba. Él se define como “un tipo con suerte”. Dice que cuando le tocó el sorteo, deseaba, con profundas ganas, que le toque la Armada para conocer el mar. Cuando le tocó la Armada, deseaba con profundas ansias de que le toque en suerte la Fragata Libertad.
Ahí, hay que parar en un punto para entender la dimensión de su fortuna. Al viaje anual de egreso de la Fragata Libertad por el mundo van los oficiales de carrera, no los colimbas. Solo nueve conscriptos se suman a la tripulación selecta para trabajar en el viaje por el mundo. Entre cientos de colimbas de todo el país, el inquieto Rubén entró como por la ventana (o por la escotilla). Y allá fue. “Mi mamá y mi novia lloraban en el puerto de Buenos Aires y yo estaba feliz de irme mar adentro”.
Al regresar siguió su vida en Córdoba, tan mediterránea y tan lejos de los océanos. Dice que, de vez en cuando, sueña que vuelve a estar en lo alto del palo mayor oteando la llegada a Europa. Dice que no sabe cuánto duran esos sueños nocturnos pero que no le importa si son minutos o si son horas, para él es viajar de nuevo en la Libertad. Y levantarse con el corazón acelerado como si tuviera 20 años.
Cuando terminaron el servicio, un santiagueño, colimba como él, le dijo que había que celebrar el final del viaje, que se terminaba y que devolvían el uniforme. Y Rubén, ya hombre de mar y de mundo, le dijo “¿vos sos loco? Date cuenta de que nunca más vamos a estar dónde hemos estado”.
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Cada anécdota se fue metiendo en todas las reuniones familiares durante las décadas que le siguieron al desembarco. Hace unos años, su hijo Paulo vio que salía a la venta una colección para armar una Fragata Libertad a escala.
Ahí empezó, en secreto y sin mostrarle a su papá, el armado de la estrella de la Armada. 120 fascículos, casi tres años después, y tras meses de trabajo milimétrico terminó la “libertad” de su papá. Hilos, maderas, poleas de milímetros y un cubierta de piso de madera hecha con tablas de miniatura terminaron la maqueta del paisaje de su padre. “En el fascículo número uno te viene la bandera argentina, y es lo último que ponés en la maqueta luego de cientos de piezas”.
En las entrevistas ambos, padre e hijo, sin querer usaron la misma frase que se han pasado como la sangre. A Paulo lo entrevisté antes de que termine la obra y antes de que la entregara. Se había quedado sin trabajo y empleaba ese tiempo tormentoso que deja la desocupación para terminar el regalo de su vida. Le pregunté si había calculado la cantidad de horas que empleó en el armado y me dijo “muchas, fueron como tres meses, pero qué son tres meses para toda una vida. Hoy me siento más hijo, más argentino por haberle dado este regalo a mi papá”.
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La misma frase y dimensión de la vida me dio el padre cuando habló de su paso por la Libertad. Había un compañero que, cuando empezaron el servicio, se largó a llorar porque recién arracancaban los catorce meses de conscripción. El joven Rubén, aspirante a hombre libre, lo miró y le dijo “no llorés, vos sabés qué son catorce meses en la vida de una persona”.
La dimensión de la Libertad les quedó para toda la vida. Y ahora, de vez en cuando, se suben en una libertad a escala de los hombres de mar de un barrio de Córdoba.