Pocas cosas más reconfortantes para alguien al que le corre toda sangre italiana por las venas que un buen menú de la tierra de sus ancestros.
Un rico bonarda, esa cepa que tan bien viene en Argentina y cuyo origen se disputan franceses y piamonteses, acompañó la secuencia para nuestra servilleta, que comenzó con unas bruschetas con tomate, palta y oliva.
Para la entrada, unos langostinos apanados con salsa putanesca. Esa misma que solemos usar para la pasta, pero que con los mariscos va de muy buena manera. Ajíes picantes, puré de tomate, anchoas, ajo, perejil, orégano y aceitunas en una salsa tradicional, que me pareció un hallazgo en su combinación con los langostinos.
El principal, como no podía ser otra manera, fue una buena pasta.
Los tagliolini, una pasta cilíndrica de 2 o 3 centímetros de diámetro, estaban un poquito menos que al dente. Ese punto que permite ver un finísimo hilo de harina al centro y que facilita la digestión. Es el que más me gusta, aunque estemos acostumbrados a comer la pasta bien cocida.
Como marca la gastronomía italiana, la salsa no invadía sino que acompañanaba. Unas aceitunas negras fileteadas, unas hojas de espinacas salteadas y unos trocitos de salmón blanco para que se luzcan los tagliolini.
No sé muy bien por qué nuestros abuelos nos acostumbraron a la pasta inundada en salsa, pero prefiero que la estrella no sea la salsa sino la pasta.
En el postre, unos cannoli, los tubos crocantes rellenos con ricota saborizada con algo dulce, un postre bien típico de Sicilia.
Tanta italianidad junta en la mesa no puede menos que ponernos muy felices.
Buen provecho.