Aunque cumplió con la pena que le impuso la Justicia por matar a su esposa, la suegra y sus dos hijas, Ricardo Barreda siente que la vida lo sigue condenando. Actualmente goza de libertad pero habita en una pensión tan enrejada como una celda de cárcel y pasa a menudo por escenas insólitas que lo enojan, pues les recuerdan los crímenes que cometió.
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En San Martín, el odontólogo de 82 años hizo de su recorrido habitual, hacia un supermercado chino y a un bodegón donde come a diario, una tristemente célebre pasarela de admiración siniestra. Arrendas de transeúntes, pedidos de autógrafos y selfies sin consentimiento son habituales en la peatonal de la localidad bonaerense.
“No me rompan las bolas”, es la frase que suele decir con tono firme y la mirada de odio clavada en los ojos este viejo de 82 años cuando alguien lo reconoce por la calle y le regala una muestra de simpatía.
El femicida se queja de tener una vida miserable. Tal vez no sea por cobrar una magra pensión del Pami, escuchar alguna espóradica recriminación o por recibir pocas visitas en su casa –entre ellas, la visita de una mujer que conoció hace unos años y que interrumpe su vida de soledad-.
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Quizás su lamento sea porque las muestras de apoyo le hacen concientizar que la causa de la idolatría se debe a ser un asesino de toda la familia.