La historia de Lucas Clerichi es inspiradora por donde se la mire. Con 12 años, este cordobés guardó sus miedos en el cajón de su mesita de luz y orgulloso de quién es, derribó toda nuestra ignorancia acerca del síndrome de Tourette (o síndrome de Gilles por George Gilles de la Tourette, neuropsiquiatra francés que describió exitosamente el síndrome a fines del siglo XIX) y nos dio cátedra de coraje.
Superó el bullying salvaje en la escuela, está lleno de amigos y su vida va mucho más allá de tener que batallar contra los tics que lo invaden las 24 horas.
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A los 6 años empezó a tener reacciones involuntarias (tics motores y fónicos) en su cuerpo, sus padres y maestros lo retaban, lleno de vergüenza por no poder controlarlo se justificaba diciendo que no lo hacía a propósito.
Finalmente a los 9 años, después de peregrinar por cientos de médicos desinformados, diagnósticos erróneos y mucha angustia, Aimará su madre logró dar con la única neuróloga que acierta en el diagnóstico: su hijo tiene “síndrome de Tourette”. Acá empezó un camino lleno de desafíos para esta familia que supo convertir el problema en una gran oportunidad.
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Este trastorno neurológico se caracteriza por tics motores y fónicos. Los primeros síntomas son movimientos involuntarios de cara, tronco, cuello, párpados, brazos, patadas, pisotones. Afecta entre tres y cuatro veces más a los hombres que a las mujeres. A pesar de ser crónico y no tener cura, muchos pacientes mejoran a medida que maduran.
Lucas no está solo: sus padres Luciano y Aimará y sus hermanos Abril y Leandro son su refugio. Usó la palabra como la mejor medicina para derribar ansiedades: hablar, compartir, sociabilizar lo tranquiliza, nadie dice que es fácil pero sí esperanzador y llevadero, cuando lo que nos toca en la vida no sólo nos preocupa sino que nos ocupa. Ahí está la clave.
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Los Clerichi ganaron la batalla, derribaron al enemigo con amor. La receta: autoestima, unión familiar y por sobre todas las cosas, la no victimización para convertir cada realidad en desafío.
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