Querida Katy:
En tus dos años de convalecencia no dejaste de recibirme como cada día de los miles que pasamos juntos. La cola bamboleante, la cabeza lista para la caricia. Volvía del trabajo, saturado del smog humano, y me esperabas siempre con el mismo ánimo, el mismo cariño.
Como dijo mi electricista mientras colocaba el disyuntor, “llegás a tu casa, respirás hondo, la perra te mueve la cola… qué más le podés pedir a la vida”.
De esas palabras de Jesús aprendí que eras incondicional, Katy. No me pedías nada, me exigías menos todavía. Lo tuyo era agradecer la comida y esperar la caricia. Y entonces el regreso a casa era placentero, por qué no feliz. Sabía que ni bien abriera la puerta, mi cachorro, mi amiga, mi viejita, me rozaría la pierna con el lomo y me haría sentir la persona más esperada de la tierra. Qué más se le puede pedir a la vida.
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Hasta que tus ladridos empezaron a ser menos potentes y tus corridas menos intensas. Desde aquellos momentos empecé mi vigilia. Cuando te veía dormida, te apoyaba la mano en el pecho y recién cuando sentía tu respiración, respiraba yo, aliviado.
Esta mañana corrí a verte respirar. Tus patas traseras estaban quietas y el vientre no iba y venía como siempre. Esperé unos segundos. Quizás un minuto, dos. Pero por más profundo que fuera mi deseo, ya no te movías. Hacía tiempo que no me caían lágrimas tan gruesas.
Querida Kathy, nada me gustaría más en el mundo que saber sobre un cielo de perros en el que pudieras seguir moviendo la cola y esperando caricias. Tal vez porque sé que las fotos y la memoria no van a alcanzar a cubrir tu ausencia.
Ojalá pudiera decirte hasta pronto. Ojalá pudiera llamar a Jesús y preguntarle si le puedo pedir algo más a la vida.