Córdoba atraviesa días en los que el termómetro supera los 40 grados y la ciudad entera parece convertirse en un horno. En medio del calor extremo, hay un aparato doméstico que se vuelve casi milagroso: el aire acondicionado, ese oasis artificial que transforma casas, negocios y oficinas en refugios de frescura. Pero pocas personas saben la historia del hombre que estuvo detrás de esta maravilla moderna.
La historia se remonta a 1902, cuando la imprenta Sackett & Wilhelms de Brooklyn sufría un problema que hoy suena insólito: el calor y la humedad impedían que la tinta se secara y arruinaban el papel.
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Para resolverlo, contrataron a un joven ingeniero electrónico de apenas 25 años, que cobraba 10 dólares por su trabajo. Su nombre era Willis Carrier, y sin saberlo, estaba a punto de cambiar para siempre los veranos del mundo.

La inspiración le llegó en una estación de tren de Pittsburgh, durante una noche fría de otoño. Observando cómo la niebla envolvía la plataforma, Carrier imaginó que, si podía controlar la humedad del aire, también podría dominar sus efectos sobre la temperatura.
Así nació el primer sistema de aire acondicionado, un armatoste gigantesco compuesto por un ventilador industrial, bobinas con agua helada, un compresor, controles de temperatura y serpentinas refrigerantes. Nada que ver con los compactos y silenciosos equipos que conocemos hoy.

El resultado fue inmediato: en la imprenta de Brooklyn la tinta dejó de correrse para siempre. Lo que comenzó como una solución técnica para un problema puntual se convirtió en un invento revolucionario que no haría más que perfeccionarse con el tiempo.

Ya en 1926 Carrier presentó el primer aire acondicionado doméstico, permitiendo que el confort climático dejara de ser un privilegio exclusivo de las grandes industrias. Tiendas minoristas y hogares empezaron a incorporar la tecnología, aunque su expansión masiva llegaría recién después de la Segunda Guerra Mundial, en plena época de prosperidad económica en Estados Unidos.

Hoy, más de un siglo después, cada vez que entramos a un ambiente helado mientras afuera arde el cemento, le debemos ese suspiro de alivio a un inventor cuya historia quedó en un segundo plano.



