Rafael Correa dijo, finalmente, lo que debió decir desde un primer momento: que la disolución de la Asamblea Nacional dispuesta por el presidente Guillermo Lasso, es inconstitucional porque no se dieron las causales establecidas por el artículo 148 de la Constitución.
Ni bien Lasso anunció la aplicación de la llamada “muerte cruzada”, otras dos fuerzas opositoras, el Partido Social Cristiano, liderado por Jaime Nebot, y el movimiento indigenista Pachakutik, dijeron lo que tardó en decir Correa. La carta magna promulgada por Correa en el 2008 establece como causales de la disolución del congreso y la convocatoria a elecciones generales para que haya nuevo gobierno y nueva asamblea nacional en el lapso de seis meses, que el país atraviese por una “grave crisis política o conmoción interna”. Y lo que ocurría en Ecuador era un juicio político contra el presidente, instrumento constitucional que no puede equipararse a las causales señaladas en el artículo 148.
Pachakutik y el Partido Social Cristiano, actuaron en consonancia con la posición que adoptaron frente al nuevo escenario: rechazaron la disolución de la Asamblea Nacional y exigieron la destitución de Lasso por la misma razón que en Perú fue destituido Pedro Castillo tras su intento de disolver el Congreso horas antes de que una contundente mayoría legislativa le aplique la “vacancia”: incurrir en un golpe de Estado contra el Poder Legislativo.
Si en Ecuador el presidente pudo abrir la puerta para salir del poder antes que la oposición lo arroje por la ventana, es porque Rafael Correa lo permitió y la mayoritaria bancada correísta en la Asamblea Nacional aceptó la medida con que Lasso evitó ser destituido acortando su propio mandato en más de un año y medio.
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¿Por qué el líder izquierdista refugiado en Bélgica, aborreciendo intensamente al banquero conservador que llegó a la presidencia representando al poder financiero, le permitió una salida decorosa cuando tenía los votos legislativos para sacarlo del cargo de manera deshonrosa? Porque priorizó asegurarse el triunfo en elecciones generales adelantadas, por sobre la destrucción total de un archi-enemigo político al precio de tener la próxima elección presidencial recién en el 2025.
Ocurre que, de invalidar la medida aplicada por Lasso y destituirlo, o bien por intento de auto-golpe o bien por la continuidad del juicio político que se encaminaba inexorablemente hacia su remoción, a la presidencia la habría ocupado el actual vicepresidente, Alfredo Borrero, hasta completar el mandato que expira en mayo del 2025.
En cambio, incurriendo en la incoherencia de convalidar lo que calificó de “medida inconstitucional”, el correísmo obtiene elecciones generales en un lapso de seis meses. O sea, acorta en casi dos años la conquista de la presidencia.
Aunque se encuentre en Bruselas, Rafael Correa está en el centro del escenario. Ese es el fracaso de Guillermo Lasso. Su gobierno es tan mediocre, que insufló vitalidad al líder que no puede regresar a Ecuador por la condena que pesa sobre él. Las elecciones locales realizadas en febrero y las encuestas más actuales muestran que el correísmo es la fuerza dominante. Si en estos meses hay elecciones generales, todo indica que arrasaría en las urnas y, además de mayoría legislativa, obtendría la presidencia un candidato designado por Correa. En cambio, nadie puede estar seguro que la relación de fuerzas será la misma en el 2025.
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En un escenario político tan sísmico como el ecuatoriano, un año y medio se parece a un siglo. De tal modo, para Correa más vale victoria electoral a mano que correr el riesgo que implican casi dos años de espera en un escenario político tan cambiante.
Por cierto, un presidente correísta elegido en el marco de la aplicación del artículo 148, tendría que completar el mandato para el que fue elegido Guillermo Lasso. Esto implica que en el 2025 deberá afrontar nuevos comicios y otra vez el riesgo de que quienes están electoralmente fuertes hoy puedan estar electoralmente débiles dentro de casi dos años.
De todos modos, en ese lapso, un presidente correísta podría intentar lo que Cristina Kirchner esperaba del presidente que ella eligió, pero Alberto Fernández no hizo: enterrar a como sea las causas y condenas por corrupción que pesan sobre el líder que lo convirtió en presidente.