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La inútil e inquietante tensión que causó Milei con Colombia

Milei fue crítico con su par colombiano. (Foto: Hollie Adams/Bloomberg)

Incluso si tuviera lógica calificar a Gustavo Petro de “comunista asesino”, el ataque absolutamente innecesario de Javier Milei al presidente de Colombia constituye un descomunal estropicio institucional y diplomático.

Por cierto, hay muchas cosas cuestionables en el primer gobierno colombiano encabezado por un izquierdista. Pero eso no tiene nada que ver. Los autócratas mesiánicos como Fidel Castro y Hugo Chávez se entrometen en los asuntos internos de otros estados cuestionando a sus gobernantes.

No se justificaría semejante agresión ni siquiera si se hubiera dado en el marco de una fuerte discusión entre ambos mandatarios, por ejemplo en un foro internacional. O que hubiera sido la reacción de Milei ante una medida del gobierno colombiano perjudicial para la economía argentina, o ante un agravio previo lanzado por el presidente de Colombia.

Pero la realidad evidente es que el presidente de Argentina atacó a su par colombiano a propósito de nada. Sólo porque Patricia Janiot le preguntó qué pensaba de Gustavo Petro.

Era obvio que la periodista ex CNN y Univisión estaba buscando exabruptos en esa cantera humana de agresivos exabruptos que es el líder libertario que gobierna este país. En definitiva ¿qué otro sentido puede tener preguntarle a un ultraconservador exacerbado lo que piensa de un izquierdista con pasado insurgente, que obtener algún insulto desmesurado que se convierta en titular de noticieros y periódicos, y se reproduzca hasta el infinito en las redes.

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Janiot hizo la fácil. En lugar de bucear las ideas de un gobernante atípico, nadó en la superficie de una personalidad volcánica y exaltada pescando escándalos redituables en materia de repercusión.

Aún así, la periodista hizo algo valioso: dejar expuesto más allá de la Argentina uno de los rasgos más inquietantes de Javier Milei. Ese rasgo es una confluencia de impericia, desconocimiento, negligencia y desequilibrio.

En la democracia, el jefe de Estado no es un propietario del poder, sino un humilde mandatario que debe comportarse como tal, siendo cuidadoso con el mandato temporal y limitado que confiere la ciudadanía en el Estado de Derecho.

No importa lo que un presidente piense de otro presidente. La función de un gobernante democrático no es decir lo que piensa en cualquier circunstancia. En determinadas situaciones, la sinceridad no es un mérito sino todo lo contrario.

Para colmo, Milei no insultó gratuitamente al presidente de una dictadura o de un país irrelevante (que también habría sido erróneo si no mediaran razones válidas), sino al presidente de Colombia, uno de los países más importantes de Latinoamérica y una economía relevante con la cual nuestro país debe tender puentes, no dinamitarlos sin razón alguna.

En determinadas circunstancias, decir lo que se piensa no tiene que ver con la honestidad intelectual sino con la desubicación, la negligencia, incluso el desconocimiento.

Calificar de “comunista asesino” a Petro, además de un estropicio diplomático cometido por torpeza y negligencia, puede ser también un error de apreciación.

El presidente colombiano integró en su juventud el Movimiento 19 de Abril (M-19), una de las pocas insurgencias de la segunda mitad del siglo 20 que no fueron marxistas-leninistas. Surgió de la indignación generada por el escandaloso fraude electoral con que el conservador Misael Pastrana le robó la elección a Gustavo Rojas Pinilla en 1970.

Rojas Pinilla era un general que expresaba un nacionalismo de centroizquierda y claramente democrático, aunque en la década del cincuenta hubiera encabezado un gobierno militar tras el derrocamiento de Laureano Gómez.

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El M-19 fue una extraña insurgencia socialdemócrata que no se proponía crear una dictadura del proletariado con economía colectivista de planificación centralizada. Ergo, no fue una guerrilla comunista, como lo fueron las FARC, el ELN y el EPL. Las acciones del M-19, por lo general, buscaban ser efectistas, como el robo de la espada de Bolívar, aunque algunas terminaron en sangrías, como la ocupación del palacio de Justicia en 1985.

El propio Gustavo Petro relató su pasó por aquella insurgencia en su libro “Una vida, muchas vidas”. Adoptó “Aureliano” como nombre en la clandestinidad, por Aureliano Buendía, el personaje de “Cien años de soledad”, la monumental novela de García Márquez. Y participó en acciones militares como la Operación Ballena Azul, robando 5000 armas en un destacamento del ejército en 1979.

En todo caso, la calificación de “comunista asesino” habría sido más ajustada a la realidad en el caso de Manuel Marulanda, el legendario Tirofijo que comandó las criminales Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), las aliadas del narcotráfico que secuestraron, crearon campos de concentración en la selva y mataron sin piedad a militares, policías y civiles. Pero decírselo a Gustavo Petro carece de razonabilidad, además de ser un estropicio diplomático, institucional y político.

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