Dos años antes hubo dos asesinatos que generaron la justificada sospecha de que los había ordenado Putin: el ex agente del FSB Alexander Litvinenko y la periodista que reveló los crímenes de guerra de las fuerzas rusas cuando reconquistaron Chechenia, Ana Politkovskaya.
No eran los primeros crímenes, pero todavía se podía dudar de que hubiese sido el mismísimo Putin quien les bajó el pulgar a los acribillados y envenenados que, entre ellos, sólo tenían en común haber desafiado al presidente.
Pero el asesinato de Boris Nemtsov en el 2015 empezó a disipar las dudas. Ese ex vice-primer ministro era muy carismático, popular y contrario a Putin cuando lo balearon a metros de la Plaza Roja.
La invasión a Ucrania exacerbó el respaldo de los ultranacionalistas paneslavos al jefe del Kremlin. Pero es indudable que una porción muy superior al doce por cientos que no lo votó este domingo, debe repudiar la guerra con un pueblo hermano que no había agredido a Rusia. Ese sector anti-Putin debería haber crecido notablemente con la prolongación de la guerra y con el crecimiento de la lista de muertos rusos en los campos de batalla.
Con mucha habilidad, el presidente logró que Rusia reorientara su economía para blindarse contra las sanciones de las potencias occidentales y, tras las derrotas y repliegues iniciales, el ejército invasor se hiciera fuerte en el Donbas y lograra que su sistema de fortificaciones frustrara la contraofensiva ucraniana en todo el frente de guerra.
+ MIRÁ MÁS: Tambores de guerra mundial en Europa
Pero Moscú, San Petersburgo y las otras grandes ciudades vieron las brutales represiones policiales contra las protestas pacifistas. Además, en su fuero íntimo, ningún ruso debe dudar que a la larga lista de asesinados por orden de Putin se sumaron Yevguený Prigozhin y Alexei Navalny.
El jefe del Grupo Wagner que puso a su ejército de mercenarios contra la cúpula militar, había ganado mucha popularidad con sus logros en Ucrania, sobre todo con la reconquista de Bajmut, y podía convertirse en una competencia electoral seria para el presidente.
También Navalny, el principal denunciante del autoritarismo y la corrupción de Putin, tenía muchísimos seguidores dispuestos a votarlo en una elección presidencial. Por eso los dos terminaron muertos.
Ese casi 90 por ciento es tan creíble como los porcentajes similares que obtenían en referéndums presidenciales el sirio Hafez el Asad y el iraquí Saddam Hussein, perteneciendo a minorías étnicas a las que favorecían descaradamente y habiendo cometido masacres contra las etnias mayoritarias.
La pregunta es por qué asesina a quienes serían verdaderos contrincantes en una elección, si cuenta con un apoyo popular abrumador. El 87 por ciento que obtuvo en esta reelección también impone preguntarse por qué hizo invalidar la candidatura de Boris Nadzhedin, un opositor real que prometía poner fin a la guerra en Ucrania, si la posibilidad de que unificara el voto opositor le habría dado apenas un once o doce por ciento de los sufragios.
Si de verdad tiene ese respaldo abrumador de la sociedad ¿por qué sólo se atrevió a competir contra tres falsos opositores que no lo criticaron antes ni durante la campaña electoral?
De los tres sparrings electorales que estuvieron en las boletas, sólo el líder del hoy reducido a su mínima expresión Partido Comunista, Nikolai Jaritonov, es apenas conocido por el periodismo y por la gente que sigue las cuestiones políticos. Los otros dos son totalmente desconocidos. Y durante toda la campaña, los tres falsos opositores se dedicaron a pelearse y atacarse en entre ellos, sin cuestionar a Vladimir Putin.
A eso se suma la utilización masiva de todo el aparato del Estado a favor de la campaña oficialista. Y por las dudas, según observadores externos e internos que actúan extraoficialmente, hubo una serie de maniobras fraudulentas sobre todo en el masivo voto electrónico que podía realizarse desde los domicilios particulares.
Como las elecciones en la República Islámica de Irán, el Kremlin purga la lista de candidatos para que los auténticos disidentes no puedan postularse. Lo mismo hace la dictadura de Maduro en Nicaragua y la de Ortega en Nicaragua. Ambos, además, a los verdaderos desafiantes los encarcela o los expulsa del país.
Lo mismo hace Vladimir Putin para conservar el poder. Y en algunos casos, los asesina.