Hasta que Estado Islámico se adjudicó la masacre de civiles perpetrada en un teatro de Moscú, Vladimir Putin seguía repitiendo lo que comenzó hacer varias semanas, cuando Estados Unidos le advirtió al Kremlin que sus servicios de inteligencia detectaban un posible plan ultra-islamista para realizar un gran atentado en la capital rusa.
Poco antes del comunicado de ISIS, el número dos del Consejo de Seguridad Nacional Dmitri Medvedev se hacía eco de las sospechas que inmediatamente apuntaron hacia Kiev, diciendo que si se comprobaba que Ucrania estaba detrás del atentado, la respuesta sería de Rusia sería brutal.
Que ISIS se atribuyera el ataque no certifica que efectivamente haya sido. Pero que el ultra-islamismo caucásico no se lo atribuyera, mostró que puede existir un acuerdo entre ambos para que los ultra-islamistas del Cáucaso ejecuten la masacre y el ISIS le pusiera su firma de autoría.
Difícilmente ISIS pueda haber llegado hasta el corazón de Rusia en medio de una guerra como la de Ucrania, o sea con Rusia teniendo la guardia en alto después de dos atentados terroristas con apoyo ucraniano, sin que el brazo ejecutor no haya sido una organización interna del país euroasiático, o de países musulmanes centroasiáticos como Uzbekistán, Kirguizia, Tadyikistán o Kazajstán, que tienen fronteras y lazos estrechos con Rusia.
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Lanzar las sospechas hacia Ucrania sólo tiene como justificación dos atentados: el asesinato del bloguero militar que difundía propaganda rusa y anti-Ucrania, Vladlev Tatarski, acribillado en un bar de San Petersburgo, y el de Daria Duguina, despedazada por la bomba que estaba bajo el auto cuando que abordó. El blanco de ese atentado terrorista de presunta autoría ucraniana era el padre de la víctima, Alexandr Duguin, el filósofo y geopolítico ultranacionalista que influye sobre Putin con sus ideas de expansionismo territorial.
Pero esos antecedentes no justificaban la sospecha, porque la masacre de civiles perpetrada en el teatro este viernes no tiene los rasgos de los atentados ucranianos, sino del terrorismo ultra-islamista.
Masacrar civiles de la manera más indiscriminada y cruel es algo que el terrorismo caucásico hace desde la década del ‘90. En 1995 terroristas comandados por Shamil Basayev ocuparon un hospital en la ciudad de Budionosk, provocando decenas de muertes. En el 2004, ocuparon una escuela primaria en Beslán, una ciudad de Osetia del Norte, donde también hubo decenas de muertos entre maestros y niños.
Dos años antes, el blanco del asalto terrorista fue un teatro moscovita, el Dubrovka, cuando se realizaba un espectáculo de danza a sala llena. El resultado también fue una masacre.
En todos los casos, las acciones militar-policiales ordenadas por el Kremlin agravaron las matanzas. Pero los que buscaron esas escalofriantes cantidades de muertes fueron los terroristas ultra-islámicos de Rusia.
También cabía sospechar del propio Kremlin, para acusar a Ucrania y justificar su sanguinaria invasión al país vecino. Al fin de cuentas, nunca se disiparon las sospechas de que fueron agentes de Putin los que ejecutaron los atentados a edificios de Moscú y San Petersburgo con que el presidente ruso justificó la segunda ofensiva rusa sobre Chechenia, que fue una guerra de tierra arrasada.
Pero si en esta oportunidad hubieran agentes de Putin para culpar a Ucrania, no habrían realizado un atentado con todos los rasgos del terrorismo ultra-islamista caucásico, ni hubiera estado Putin diciendo que las alertas que le daban Washington y Londres sólo buscaban desestabilizar a Rusia.