Era la crónica de una renuncia anunciada. Vale parafrasear a García Márquez porque desde el naufragio en el debate con Donald Trump, la posibilidad de que Joe Biden deje la candidatura demócrata no hizo más que crecer.
Después vinieron lapsus como llamar Putin a Zelenski, a lo que siguió el atentado contra el magnate neoyorquino en Pensilvania. Paradójicamente, el disparo que hirió levemente a Trump, liquido la postulación del actual presidente. Una foto de esas que se vuelven icónicas mostró al líder republicano desafiante, con sangre en el rostro y el puño levantado, mostrando fuerza y coraje, o dando esa impresión. La contracara de ese rival titubeante, con rasgos de senilidad y señales de fragilidad física que deambulaba en la vereda demócrata.
Finalmente, llegó el tiro de gracia: olvidar el nombre de su secretario de Defensa Lloyd Austin y, buscando salir del paso, empeorar el papelón llamándolo “ese hombre negro”.
Después de la lista creciente de figuras partidarias y de celebridades de Hollywood, al empujoncito que faltaba se lo dio la viuda de Ben Bradlee.
En forma de carta a la primera dama Jill Biden, quien pugnaba por la continuidad de su marido en la campaña, Sally Quinn describe de manera conmovedora como el legendario periodista, quien durante dos décadas fue el editor general de The Washington Post, comenzó a evidenciar deterioro cognitivo a partir de los 85 años.
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Las primeras señales de senilidad eran esporádicas y breves. Pero en ocasiones públicas, como entrevistas o conferencias, empezó a tener lapsus y desvaríos el periodista que había protagonizado hitos históricos del diario de la capital norteamericana, como la publicación de documentos clasificados del Pentágono altamente comprometedores y también el resonante caso Watergate que puso fin a la presidencia de Nixon.
Explica Sally Quinn que esas primeras señales parecían accidentales, porque rápidamente volvía la portentosa lucidez de Bradlee. A su esposa y entorno familiar, así como a sus ex colegas y amigos, les costaba entender que el ya viejo periodista sufría un proceso irreversible. Los estados de lucidez predominaban sobre la secuencia de lapsus en los que se perdía, o se caía. Pero esos cortocircuitos mentales fueron haciéndose más frecuentes hasta volverse casi permanentes. Y Bradlee pasó malos momentos en actividades públicas en las que participaba con la aprobación de su mujer, hasta que ella comprendió que se trataba de una batalla perdida y que su esposo ya no debía exponerse más en situaciones que exhibieran las fragilidades de su adelantada decrepitud.
“Los gigantes también se desvanecen y necesitan protección”, escribió Sally Quinn a la actual primera dama. Y es posible que ese relato conmovedor de la declinación de un gran periodista, haya convencido a Jill Biden de que, en lo que resta de campaña electoral, Biden sólo podía acumular confusiones, olvidos, caídas y otras situaciones bochornosas, porque las lagunas mentales en las que se sumerge sólo pueden incrementar sus irrupciones y prolongar su duración.
Para proteger al presidente era crucial sumar la decisiva voz de Jill Biden al coro que pedía al candidato demócrata que dé un paso al costado. Y al parecer, esa voz tan gravitante se sumó.