La estupefacción que generan las denuncias de Fabiola Yáñez contra Alberto Fernández va más allá de las fronteras argentinas. La prensa de muchos países dedica espacio al caso de violencia machista por parte de un presidente contra su mujer y primera dama. Ocurre que no hay casi antecedentes al respecto, aunque eso no significa que no hayan existido casos antes. Por el contrario, la historia seguramente está repleta de esos casos, pero quedaron en las sombras porque no fueron denunciados y porque siglos atrás, incluso décadas atrás, no existía una cultura de igualdad de género y de derechos como la que existe ahora gracias al activismo feminista.
Relatos conocidos después de su derrocamiento señalan que en la residencia presidencial de Kampala, el dictador de Uganda ha golpeado, violado y hasta ordenado matar a algunas de sus esposas.
De hecho, en 1974, el cuerpo de Kay, su cuarta esposa, fue hallado decapitado y desmembrado en el baúl de un automóvil, pocos después del divorcio. Pero Idi Amín es un caso extremo de lunatismo criminal en una dictadura sanguinaria que causó más de 300 mil muertes, además de haber hecho de la tortura un rasgo de identidad. Mientras que Alberto Fernández habría golpeado y maltratado a su mujer antes y durante su presidencia, en un país democrático con vigencia del Estado de Derecho.
Esto coloca al ex presidente argentino en el mismo estante de otros presidentes de democracias que cometieron aberrantes actos de violencia de género contra mujeres.
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La historia de infidelidades presidenciales en Estados Unidos es frondosa y comienza con George Washington y su relación secreta con la esposa de un allegado. Pero la violencia de género documentada por historiadores comienza con Grover Cleveland, quien fue acusado de violar a una mujer durante su presidencia, en la segunda mitad del siglo 19.
Fruto de aquella violación tuvo un hijo, al que separó de su madre al hacerla encerrar en un hospital psiquiátrico haciéndola considerar demente.
En materia de violencia de género, los otros dos presidentes norteamericanos que recibieron acusaciones fueron Bill Clinton y Donald Trump. El ex presidente demócrata fue denunciado por la empleada de la gobernación de Arkansas Paula Jones de haberle exhibido sus genitales sin el consentimiento de ella, incitándola a tener sexo, cuando era gobernador de ese estado del suroeste.
A su vez, el ex presidente republicano acumula denuncias de acciones sexuales abusivas utilizando su posición de poder.
Así como Alberto Fernández usaba la oficina presidencial de la Casa Rosada para encuentros sexuales, lo mismo hizo Clinton con la pasante Mónica Lewinski.
El antecedente conocido de infidelidades en el Despacho Oval de la Casa Blanca Warren Harding. Aquel presidente republicano utilizaba, hace exactamente un siglo, un armario de la oficina presidencial para tener sexo con su secretaria, procurando que su esposa no lo encontrara en pleno acto las tantas veces que entraba a esa oficina de manera sorpresiva porque quería sorprenderlo en plena infidelidad.
Otro gobernante democrático que fue acusado y declarado por violación fue Moshé Katsav. Aquel presidente de Israel por el partido derechista Likud entre el 2000 y el 2007, violó en dos oportunidades a una empleada del Estado, mientras que otras diez lo acusaron de acoso sexual permanente.
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Uno de los casos más patológicos de los que registra la historia reciente es el de Canaán Sodindo Banana. En la década del 80 del siglo pasado, el presidente de Zimbabue fue acusado por los guardias nocturnos de la residencia presidencial de drogarlos y violarlos durante las noches.
Un poco menos exótico pero tan o más repudiable fueron los abusos de menores de edad que cometió el ex primer ministro italiano Silvio Berlusconi, con chicas adolescentes que llevaba a las fiestas que hacía en Villa Certosa, la lujosa mansión que tenía en una playa de Cerdeña. El más resonante fue el “Caso Ruby Rompecorazones”, con una adolescente marroquí llamada Karima El Marhoug.
Una de las diferencias del caso Fabiola Yáñez con la mayoría de los sucesos conocidos en la historia, está en la hipocresía de una acción que marchaba exactamente a contramano de la pose moral y la prédica política de Alberto Fernández.
El hecho de que el ex presidente que saludaba a “todos, todas y todes”, haya considerado al suyo como el primer gobierno feminista de la historia y de que haya creado un Ministerio de la Mujer, además de dar prioridad a las políticas de género, hace más repulsiva la violenta conducta que en privado tenía con su mujer y madre de uno de sus hijos.
Alberto Fernández era en la intimidad como los monstruos a los que denunciaba en sus discursos por ejercer violencia de género. Un agravante como el de la pedofilia en la iglesia católica, cuando demasiados de sus sacerdotes se han valido desde tiempos inmemoriales de la autoridad moral y religiosa que le atribuían los niños y las familias de los niños.
Como el padre César Grassi, que posaba de ser el protector de los huérfanos, cuando era en realidad un violador de esos supuestos protegidos, Alberto Fernández posaba de exponente modelo de los valores que el feminismo logró instalar a favor de la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer y contra la violencia machista, cuando en realidad era un brutal exponente de esos instintos abyectos.