Robert Francis “Bobby” Kennedy lo habría sentido como el quinto balazo, que se suma a los cuatro que en junio de 1968 lo desangraron en el Hotel Ambassador, de Los Angeles.
Quizá aquel joven senador que había sido parte de la gesta progresista que también le costó la vida a su hermano JFK, se habría muerto por segunda vez si viera al tercero de sus once hijos brindándole su apoyo a Donald Trump.
Robert Kennedy Jr, un abogado que de defender el Medio Ambiente pasó a propalar teorías conspirativas y se situó en la vereda anti-vacuna durante la pandemia de Covid, ahora abandonó una campaña presidencial encaminada a la intrascendencia para “entregarle” su apoyo al candidato tras el cual se alinean los ultraconservadores de Estados Unidos y el mundo.
Seguramente, los otros hijos de Bobby que salieron a despegarse y a repudiar el apoyo a Trump, interpretan mejor el espíritu de las ideas de su padre y de su tío. También sentirá vergüenza Ethel, la madre de Robert Jr, quien aún cerca de los cien años sigue militando en la defensa de los Derechos Humanos y apoyando las políticas socialdemócratas del partido de los progresistas norteamericanos.
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Lo más grave no es el puñadito de votos que Robert Jr. le aportará al magnate neoyorquino, sino en el peso simbólico del apellido que le entregó al candidato de la derecha más recalcitrante.
Trump puede lucir el emblemático apellido Kennedy como los cazadores lucen en la pared la cabeza embalsamada de sus presas. Eso fue lo peor que le ocurrió a los demócratas en estos días, en que lo mejor fue la Convención partidaria que se realizó en Chicago.
Un fantasma merodeó “la ciudad de los vientos” en la antesala de la Convención Demócrata. Era el espectro de 1968, cuando en la misma gran urbe de Illinois se realizó la convención y la guerra en Vietnam dividió a los demócratas. Sobre todo los más jóvenes estaban radicalmente en contra de lo que hacían las fuerzas del general Westmoreland en el sudeste asiático.
Los electores del ‘68 llegaron a Chicago también bajo la sombra del magnicidio que los dejó sin esa figura fuerte que era Bobby Kennedy.
A la desolación se sumó la rebelión en las bases demócratas por las masacres cometidas con Napalm y la destrucción ambiental que causaban los defoliantes como el Agente Naranja, para quitar a los milicianos del Vietcong el resguardo de la selva.
A los jóvenes les indignaba que fuese un presidente demócrata, Lindon Johnson, el que empujó a Estados Unidos a esa guerra, teniendo como aliado al criminal presidente de Vietnam del Sur, Nguyen Van Thieu.
De aquella accidentada convención salió la candidatura de Hubert Humphrey, luego derrotado por Richard Nixon.
Lo que fue la guerra de Vietnam en la convención de 1968, podía ser ahora la guerra en Gaza. En las bases demócratas, sobre todo en los jóvenes norteamericanos, indignan los envíos masivos de armas y municiones con que la administración Biden ha estado apoyando la operación israelí que ha devastado ciudades, aldeas y campos de refugiados, además de exterminar decenas de miles de civiles gazatíes.
Es cierto que Joe Biden defiende la “solución de los dos Estados” y que ha presionado a Benjamín Netanyahu para que acepte treguas, deje ingresar ayuda humanitaria y evite atacar hospitales, escuelas y demás lugares donde puede producir víctimas civiles. De todos modos, el nivel de catástrofe que ha producido la operación israelí, que sigue al pie de la letra el plan trazado por Hamas para que las masacres civiles destruyan la imagen de Israel, provoca que colaborar de cualquier modo con Netanyahu y su gobierno de fanáticos resulte tóxico para el gobierno norteamericano.
Finalmente, el fantasma de la convención de Chicago de 1968, con sus trifulcas y divisiones, no ingresó a este encuentro también realizado en Chicago. Pero las protestas por la tragedia que Hamás y el gobierno israelí le están infligiendo a la población de Gaza, no era la única preocupación. También preocupaba la forma en que se dio la postulación de Kamala Harris.
Al no haber antecedentes de que un candidato elegido en primarias sea empujado a dejar la postulación a alguien que no fue elegida en primarias, lo que ocurriría en la convención sobre la candidatura de Harris causaba incertidumbre.
Sin embargo todo salió mejor que lo esperado. Los discursos de Michelle y Barak Obama tuvieron el brillo que siempre se espera de ellos. Bill Clinton tuvo buena puntería al destacar como diferencia esencial entre los contendientes de noviembre que Harris siempre “primero piensa en la sociedad y actúa por la sociedad”, mientras que Trump “siempre primero piensa en él y actúa en pos de sí mismo”.
Oprah Winfrey acertó al destacar que dar el voto a la actual vicepresidenta en noviembre es votar por “la verdad, por el honor y por la alegría”, destacando sobre Trump su adicción a mentir y los procesos por corrupción y por delitos políticos y sexuales que lo acechan, mientras que de Harris resalta franqueza, una trayectoria moralmente intachable y lo que refleja su eterna sonrisa y también sus seguidas carcajadas: alegría.
El resultado: la Convención Demócrata irradió desde Chicago optimismo y energía, además de salvar la unidad partidaria en un tiempo plagado de acechanzas divisivas y furias desmadradas.