“Una nación está en peligro cuando su presidente habla todos los días y se cree la persona más importante de su país”. Esta lúcida afirmación política que hizo Arturo Illia es claramente comprobable en la historia y también tiene ejemplos en la actualidad.
Es verdad que cuando los gobernantes aparecen todo el tiempo en las pantallas y se pronuncian sobre la mayoría de las cosas, dejan de actuar como servidores públicos para mostrarse como soberanos.
Algo estaba mal en la Argentina cuando la presidenta Cristina Kirchner aparecía demasiado seguido en la televisión, hablando en el Salón Blanco de la Casa Rosada en modo catedrático y recibiendo los aplausos de un público compuesto por funcionarios, empleados y allegados a la fuerza gobernante. La función de ese público de mampostería era precisamente ese: aplaudir a la líder.
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Otra señal preocupante eran las misas de adoración de los jóvenes que invadían el Patio de las Palmeras de la casa de gobierno, para ovacionar a la presidenta que los saludaba desde los balcones.
Eran rasgos autoritarios de un liderazgo con veleidades mesiánicas que, sin embargo, no llegó a convertirse en dictadura, porque no encarceló opositores, no cerró medios críticos y reconoció las derrotas electorales cada vez que se las encontró en las urnas.
En el caso de Venezuela, el liderazgo escénico y omnipresente de Hugo Chávez iniciaba una deriva desde el mayoritarismo (régimen en el cual el líder tiene el apoyo de la mayoría pero avasalla a las minorías) hacia la dictadura pura y dura que implantaron tras su muerte los herederos del poder ni bien perdieron el apoyo de las mayorías.
Nicolás Maduro y el número dos del régimen, Diosdado Cabello, aparecen todos los días en las pantallas de TV, no precisamente respondiendo preguntas de periodistas verdaderamente independientes, sino perorando a solas con argumentos diletantes y hasta estrafalarios, tratando de explicar lo inexplicable.
El mes transcurrido desde la elección del 28 de julio fue una continuidad de la sobredosis de peroratas televisadas, mientras en las calles las fuerzas de choque atacaban manifestantes y fuerzas policiales y servicios de inteligencia detenían dirigentes de la disidencia, activistas, periodistas y cualquiera que tuviera algún rol visible en la lucha por salvar la voluntad popular expresada en las urnas.
En este mes a la sombra de un fraude monumental y grotesco, a las actas que había mostrado y difundido por el mundo María Corina Machado ni bien quedó a la vista que el régimen ocultaría el resultado, se sumaron las que mostró el candidato Enrique Márquez, cuyos datos confirmaban la autenticidad de las actas de la máxima figura de la disidencia. La postulación de Márquez fue una de las tantas inventadas por el régimen para dividir el voto opositor, por eso que el candidato haya mostrado las actas que estaban en su poder equivalen a la valiosa confesión de un arrepentido.
Como si eso no fuese suficiente, uno de los cinco magistrados del Consejo Nacional Electoral (CNE), el rector principal Juan Carlos Delpino, desertó del régimen con el sesenta por ciento de las actas y las envió al titular de la OEA Luis Almagro, al secretario general de la ONU Antonio Gutérrez y al encargado de las relaciones exteriores y vicepresidente de la Comisión Europea Josep Borrel. Las actas mostradas por Delpino coinciden con las de Machado.
Lo otro que ocurrió este mes es la fuga hacia delante de Maduro, intentando legitimar con el Tribunal Supremo de Justicia el burdo fraude. Por cierto, la falta de credibilidad de ese jurado no logró ni que los gobiernos de Brasil, Colombia y México aceptaran reconocer el resultado oficial. No obstante, a través del asesor Celso Amorin, el Palacio del Planalto insistió con la descabellada idea de superar la crisis mediante una solución que acepten las dos partes.
En rigor hay sólo una solución de esta crisis que las dos partes deberían poder aceptar, aunque sacrificando pretensiones. Esa única solución posible que resulte aceptable para el ganador legítimo de la elección y para el fraudulento perdedor, es amnistiar a militares y máximas autoridades del régimen para que dejen el poder Maduro, Diosdado Cabello y sus colaboradores más cercanos, sin pagar por sus delitos económicos, sus violaciones masivas de los Derechos Humanos.
Pero a un mes de repetir como un loro demente que ganó la elección y acusar a los opositores por las muertes que causó su represión, Maduro no ha dado ninguna señal de tan siquiera evaluar la posibilidad de aceptar un impacto de impunidad a cambio de que entreguen el poder a los ganadores de la elección. Tampoco se ven grietas y turbulencias internas significativas en el frente militar y en el régimen.
Un mes sin poder convencer a nadie de que ganó la elección, pero sin tender ningún puente a una salida pacífica, pone el país a la sombra de la violencia política. El fantasma de una guerra civil hizo que el dictador nicaragüense Daniel Ortega ofreciera al régimen chavista combatientes sandinistas para enfrentar un levantamiento popular que recurra a la violencia.
A un mes de lo que expertos de la ONU consideraron el mayor fraude de la historia, sobre lo que viene nada se puede descartar, pero tampoco nada puede darse por seguro.