Desde que ISIS comenzó a difundir videos con decapitaciones y su líder, Abú Bakr al Bagdadi, proclamó un califato en un territorio más grande que Suiza, con porciones de Irak y Siria, el mundo comenzó a olvidarse de Al Qaeda, la organización que el 11-S inició la era del terrorismo global con un atentado que alcanzó escala de genocidio.
Ni los golpes recibidos por las tropas norteamericanas en Afganistán ni la ejecución de Osama Bin Laden en la ciudad paquistaní de Abbottabad, implicaron el final de Al Qaeda. Aunque lleve años en una vida vegetativa que por momentos la vuelve imperceptible, ningún golpe militar, por demoledor que sea, puede acabar con ese tipo de organizaciones diseñadas para renacer de sus cenizas o reencarnar en otras organizaciones del terrorismo global.
Probablemente, la historia muestre que al golpe más devastador y, quizá, definitivo, se lo haya proporcionado una milicia engendrada en su propio vientre: el Jathab al Nusra Al-Ashn al Sham (Frente de la Victoria del Pueblo del Levante).
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Si los líderes de las milicias que derribaron el régimen de Al Assad de verdad abandonaron el jihadismo ultra-islámico y cumplen con sus compromisos de respetar a las etnias minoritarias, tener buenas relaciones con las potencias occidentales y con los vecinos Turquía, Israel, Jordania y las monarquías del Golfo, además de gobernar sin censurar, perseguir, encarcelar, ni ejecutar opositores, entonces es posible que eso signifique la muerte definitiva de Al Qaeda.
Desde que el mundo vio por televisión aviones atravesando como dagas en rascacielos que ardieron como antorchas hasta hundirse en el vientre de Manhattan, lo imprevisible fue volviéndose cotidiano.
El siglo 21 comenzaba con el primer atentado terrorista que alcanzó un rango genocida y fue transmitido en vivo y en directo. Estados Unidos era atacado en su propio territorio, pero el atacante no era un país enemigo sino un grupo terrorista.
En el firmamento aparecía un nombre largo y extraño: Osama bin Muhammad bin Awda bin Laden.
El terrorismo ya no fue un fenómeno local de ideologías extremistas, como las Brigadas Rojas en Italia; el Rotee Armee Fraktion (Fracción del Ejército Rojo) al que los alemanes llamaban Baader-Meinhof ; ni separatismos como el Euskadi Ta Askatasuna (ETA) en España o el Partido de los Trabajadores Kurdos (PKK) en Turquía, entre otros.
Aquel 11 de setiembre fue la presentación oficial del terrorismo global. Y fue de matriz ultra-islamista. Al Qaeda significa en árabe “la base”. Probablemente, ese nombre se deba a la base de datos de la computadora de Osama Bin Laden, donde el jihadista saudita tenía los nombres de todos los combatientes ultraislámicos que había reclutado en distintos países para que converjan en Afganistán a luchar en “la jihad contra los comunistas soviéticos”.
De ese vientre de fanatismo wahabita (la vertiente coránica de corte salafista que impera en Arabia Saudí), surgió el Estado Islámico Irak-Levante (ISIS, o Daesh, según su acrónimo en árabe), que llegó a crear en territorio sirio e iraquí un califato con capital en Raqqa y dimensiones similares a las de Suiza.
El califato de ISIS fue derrotado por kurdos y norteamericanos, quedando sólo algunos grupos operando de manera aislada en Irak y Siria. Y ahora es el Frente al Nusra, encabezando la coalición de milicias Hayat Tahrir al Sham, la que consigue una victoria trascendente nada menos que en Siria. Pero, según el nuevo posicionamiento que adoptó entre 2016 y 2017, ya no es el brazo de Al Qaeda en la guerra siria que organizó Ayman al Zawahiri, el sucesor de Bin Laden. Es una milicia que abandonó el extremismo islamista y la jihad contra Israel, las potencias “infieles” de Occidente, sus esbirros árabes, el régimen de los ayatolas iraníes y los chiitas y demás minorías consideradas heréticas por el wahabismo.
Si Ahmed al Sharaa no vuelve a tomar su nombre de combatiente de Al Qaeda, Abú Mohamed al Golani, y si con su nueva posición ideológico-religiosa logra consolidar un nuevo régimen en Siria, entonces se produciría un hecho sin precedentes.
Siempre que organizaciones ultraislámicas, incluidas las ligadas a Al Qaeda o forjadas en su vientre, imperaron sobre un país o una porción territorial, impusieron leviatanes demenciales y sanguinarios. Es el caso de los talibanes en Afganistán, los hutíes en Yemen, ISIS en su ya extinto califato, Boko Haram en el Sahel y Al Shabab en Somalia. En todo territorio bajo su control, el terrorismo ultraislamista impuso regímenes lunáticos y exterminadores. Por eso, si un liderazgo incubado en Al Qaeda crea en Siria un régimen que no sea una teocracia delirante y tiránica, el mundo estará viendo el primer síntoma real del final de la organización que dio nacimiento al terrorismo global aquel oscuro 11-S.