Si por él fuera, que los productos argentinos accedan libremente al mercado norteamericano sería mucho más difícil de lo que Javier Milei espera gracias a un tratado bilateral de libre comercio. Donald Trump quiere que los productos que consumen los norteamericanos sean producidos en los Estados Unidos. La política arancelaria que viene describiendo para el gobierno que iniciará el 20 de enero, tiene alguna similitud con la “sustitución de importaciones” que efectuó Perón a mediados del siglo 20.
El mensaje de Trump es que quien quiera vender productos a los norteamericanos debe producirlos en Estados Unidos, para lo que propone un muro arancelario que encarezca fuertemente exportar a la potencia norteamericana.
Pero Milei tiene un reaseguro para su expectativa de tratado de librec comercio. Paradójicamente, ese reaseguro es China, la potencia asiática cuya proyección geoestratégica ya tiene una vinculación fuertísima con Argentina y avanza a grandes pasos en la conquista de Latinoamérica.
Trump estará obligado a competir con China por las relaciones económicas y geoestratégicas con América Latina. Ensimismar a Estados Unidos sólo permitirá que continúe el avance chino a paso redoblado en la región que resulta clave para la economía mundial.
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Hay otros puntos del planeta donde Trump deberá reformular los objetivos que ha venido planteando. Si sólo se guiara por sus deseos y afectos ideológicos, su regreso a la Casa Blanca sellaría la derrota de Ucrania y la victoria del expansionismo ruso que renació con Vladimir Putin.
También echaría la palada final de tierra sobre la “Solución de dos Estados”, coronando la victoria del afán colonizador de Benjamín Netanyahu y sus socios fundamentalistas deseosos de conquistar toda Samaria y Judea, como dicen que les dictan los textos sagrados. Pero el límite que encontrará Donald Trump a la hora de darse esos placeres ideológicos de duro conservador, está en Arabia Saudita y, otra vez, en China.
La potencia que lidera Xi Jinping es el “enemigo” que puso en su mira y al que no quiere beneficiar de ningún modo, mientras que el reino saudí es el aliado al que de ninguna manera quiere debilitar ni perjudicar. Y resulta que la victoria del jefe del Kremlin fortalece a China, que es el aliado de Moscú que mantuvo viva la economía rusa cuando las sanciones de las potencias occidentales intentaron asfixiarla.
Aunque también la ayudaron Irán y Corea del Norte, si Trump mediante Rusia logra una victoria relevante en Ucrania, el régimen chino se verá fortalecido porque Moscú está más cerca de Beijing que de Bruselas y Washington.
Si por sus aprecios políticos fuera, el magnate neoyorquino cortaría totalmente la asistencia militar desde el primer día del segundo gobierno, imposibilitando a Ucrania seguir resistiendo contra el ejército invasor.
Le gustaría ver caer a Zelenski, por quien siente un inocultable desprecio, y colaborar con la victoria del líder con el que comparte valores ultraconservadores. No obstante, como eso también favorecería al país con el que planea entrar de lleno en una guerra comercial, tendrá que replantearse en términos más salomónicos entre los dos países eslavos que están en guerra.
También hay un límite a sus impulsos políticos en Oriente Medio, donde se identifica con el conservadurismo de Benjamín Netanyahu y está de acuerdo con los agresivos colonos que van multiplicando asentamientos en Cisjordania.
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Todas las democracias desprecian a Hamás, pero a muchas el desprecio a la criminal estrategia del grupo islamista no le impide ver los crímenes que Israel comete en la Franja de Gaza.
La abyección de Hamás, cuya estrategia es martirizar al pueblo sobre el que impera para que Israel autodestruya su imagen ante el mundo y sea visto como Estado genocida, no justifica que los bombardeos israelíes arrasen campos de refugiados, viviendas, escuelas y hospitales, causando decenas de miles de muertes civiles, entre las cuales hay una inmensidad de niños y mujeres. Esas muertes y destrucciones constituyen objetivamente un crimen masivo y el responsable es Netanyahu, además de la organización ultra-islamista.
El régimen saudí detesta a Hamás y quiere que pierda esta guerra y deje de existir, pero sabe que, si posteriormente no se avanza raudamente hacia la “solución de dos Estados”, los pueblos árabes se podrían levantar contra sus gobiernos por permitirle a Netanyahu asesinar masivamente palestinos y luego quitarles el territorio que le confieren los tratados internacionales aceptados.
Arabia Saudita apoyó siempre la Solución de Dos Estados y, tras el exterminio de palestinos y la destrucción total de sus ciudades, aldeas y campos de refugiados en la Franja de Gaza, está obligada a redoblar su presión para que nazca el Estado palestino independiente que proclamó la resolución de Naciones Unidas de 1947.
También Emiratos Árabes Unidos (EAU) y Egipto exigirán que Gaza y Cisjordania se conviertan en el Estado palestino independiente al que Israel comprometió su reconocimiento en las negociaciones de Oslo.
Trump no quiere pelearse con los saudíes ni ver deteriorado el vínculo de Estados Unidos con El Cairo y con Abu Dabi. También sería una consecuencia desastrosa que se deterioren los Pactos de Abraham que ya han sido firmados su se frustrara agregar el reino saudita a esa dimensión de entendimiento con Israel.
Las consecuencias de premiar totalmente a Netanyahu terminarán siendo negativas para los propios israelíes, si el líder del Likud y jefe del gobierno extremista impone la colonización total de Cisjordania y sepulta definitivamente la creación de un Estado palestino.
Lo mejor que le puede pasar a los israelíes es que el nacimiento del Estado palestino desbloquee la firma de los Pactos de Abraham con Arabia Saudita, y que ese paso redima ante el mundo la imagen de Israel que Netanyahu criminalizó con su guerra de tierra arrasada en la Franja de Gaza.