Ha comenzado el nuevo gobierno de Donald John Trump y muchas preguntas rondan Estados Unidos y buena parte del mundo. En Latinoamérica la pregunta es si la Casa Blanca mirará más hacia Latinoamérica o seguirá relegándola al fondo de su agenda. Que el secretario de Estado sea Marco Rubio puede ser una buena señal, aunque su origen cubano y su anticastrismo visceral podría concentrar su acción latinoamericana en presionar a los regímenes de Cuba, Nicaragua y Venezuela.
Lo que podría determinar a que Trump priorice su proyección hacia América Latina es el factor China. El gigante asiático lleva décadas inundando con su economía el escenario latinoamericano. En países como Perú, el vínculo económico con China es total, es importantísimo en Brasil y también muy importante en Argentina. Eso determinaría a la administración republicana a competir por la gravitación económica en la región, aunque como eso requiere inversiones y acuerdos comerciales significativos, habrá una incompatibilidad entre la necesidad geopolítica y la visión que Trump tiene sobre cómo proteger la economía norteamericana.
También podría darse una incompatibilidad entre el discurso que el magnate neoyorquino lleva tiempo planteando sobre China y los límites que la realidad le impone a ese discurso. Su promesa electoral en ese terreno fue librar una “guerra comercial” contra China. Sin embargo, la relevancia que tiene Elon Musk en el gobierno aparece como una carta de entendimiento. El mega-millonario sudafricano tiene vínculos económicos inmensos y profundos con China, por lo tanto sabe entenderse con el régimen de Xi Jinping y privilegia el entendimiento sobre la confrontación que ha venido planteando Trump, porque eso va en contra de sus propios intereses empresariales.
A juzgar por sus discursos y la radicalidad que caracteriza a su gabinete, lo que cabe esperar es un Trump recargado, que avance sobre las instituciones para derribar los límites contra los que embistió sin éxito en su primer gobierno. Pero también hay motivos para esperar una versión más moderada de este líder conservador.
En la antesala de su reingreso al Despacho Oval se vio a un Trump que no estaba en pose de Trump. En la segunda fila de la capilla ardiente que despedía a Jimmy Carter, sentado junto a Barack Obama, sobre quien se reclinaba para comentarle vaya a saber qué, mostró un recato distante del millonario que siempre mira al resto de las personas como desde el último piso de alguno de sus rascacielos.
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El contraste fue más fuerte cuando en la primera fila se sentó Kamala Harris, quien con cara de enojada con el mundo los ignoró con una mirada de reojo cargada de desprecio.
Minutos antes, junto a los familiares del fallecido presidente demócrata, el magnate neoyorquino lo había descripto como “un hombre bueno”. Habló bien del dirigente humanista que inició las políticas de concientización sobre la defensa del medio ambiente, aceptación de la diversidad sexual y respeto a los homosexuales, profundización de las políticas de equidad racial y social. Carter fue el último presidente demócrata en la tradición iniciada por Woodrow Wilson y profundizadas por Franklin Roosevelt Kennedy y Johnson respecto al Estado de Bienestar, la economía keynesiana y el apoyo a las clases medias y la “América de los workers”. O sea, Trump habló bien de un centroizquierdista que sólo tuvo en común con él haberse enfrentado con los establishment de la política y la burocracia que constituyen un poder oculto entre los pliegos de las instituciones.
No parecía el mismo personaje que, al morir el respetadísimo senador por Arizona, John McCain, un conservador que lo cuestionaba duramente en el Partido Republicano, él lo describió como un mal combatiente por haber sido capturado en los campos de batalla de Vietnam. Tampoco parecía el presidente que definió a Haití como un “agujero de mierda” y llamaba “buenos americanos” a los supremacistas blancos que se manifestaban contra la equidad racial y contra los inmigrantes latinoamericanos exhibiendo sus fusiles AR-15.
Con excepción de la catarsis cesarista con que amenazó a Dinamarca, Canadá, México y Panamá, el Trump de la antesala del Despacho Oval tuvo destellos de razonabilidad geopolítica. Por caso, emitió señales sobre la guerra en Ucrania que no sonaron tan alentadoras para el Kremlin como todas las emitidas anteriormente. Como si hubiera entendido que regalarle una victoria total al belicismo expansionista ruso es invitarlo a continuar su avance lanzándose desde Transnitria, el Transdniester, al resto de Moldavia; hacia los países bálticos, empezando por Letonia, y hacia la gran meta de Vladimir Putin: el reemplazo de la OTAN por una alianza militar europea encabezada por Rusia, que deje a Estados Unidos de otro lado del Atlántico y ponga fin al occidentalismo cultural de Europa.
Otra señal de razonabilidad está en la presión que ejerció a través de su emisario Steve Witkoff sobre Netanyahu, para que acepte la propuesta de tregua con intercambio de rehenes israelíes por prisioneros palestinos que había presentado la administración Biden en mayo. Esa propuesta no es “la victoria” de Hamás que describen los ministros más extremistas del gobierno israelí, pero ofrece un camino hacia una futura aplicación de “la fórmula de los dos Estados”, o sea hacia el establecimiento de un Estado palestino en Gaza y Cisjordania.
Cuando el primer ministro israelí se negó a aceptar lo que llevaba seis meses rechazando, Witkoff le explicó que Trump no pedía que acepte, lo exigía. Con el mismo tonó transmitió en Doha el deseo del líder republicano, planteándoselo directamente al emir qatarí Tamim bin Hamad al Thani, sin pasar antes por el primer ministro Mohamed bin Abdulraham al Thani.
Por eso Qatar presionó por la aceptación del acuerdo a Khalil al Haya, y ese dirigente que ocupó la representación política de Hamas tras la muerte de Ismail Haniye en Teherán, envió el mensaje a Mohamed Sinwar, quien por comandar al grueso de lo que queda del Ezzedim al Qassem en la última ofensiva en el norte de la Franja y por ser el hermano de Yahya Sinwar, el líder de Gaza hasta que cayó abatido por los israelíes en Rafah, es el jefe más visible y con más poder en la diezmada y fracturada dirigencia gazatí.
Trump fue inteligente al mostrar que puede cambiar las cosas aún antes de iniciar su presidencia, y tuvo un rapto de magnanimidad al aceptar que no tenía un plan mejor que el que Joe Biden había presentado en mayo, aceptando usar su músculo político de mandatario entrante para imponer la fórmula que hizo, pero no pudo imponer, el debilitado mandatario saliente.
Señales novedosas y alentadoras que producen una ilusión que se desvanece de inmediato al ver los nombres de quienes ocupan los principales cargos en el gobierno. Con el cambio climático incendiando Los Ángeles, el secretario de Energía es el ferviente negador del calentamiento global y fanático defensor de las energías fósiles Chris Wright; Pete Hegseth, el ultraderechista que difundía mensajes de odio desde Fox News, es el secretario de Defensa, a pesar de sus problemas con el alcohol y las acusaciones de abuso sexual. La empresaria Linda McMahon, que amasó una fortuna con espectáculos lucha libre, es la secretaria de Educación, un área a la que Trump quiere destruir por considerarla un instrumento marxista de adoctrinamiento woke, además del bastión de la militancia ambientalista.
La misma sensación de burla al sentido común humanista, racional y democrático genera que la Secretaría de Salud haya quedado en manos de Robert Kennedy Jr. un adicto a las teorías conspirativas que hizo activismo anti-vacuna durante la pandemia de Covid.
El Gabinete habría sido más aún provocador si Trump hubiera logrado imponer como Fiscal General a Matt Gaetz a pesar de las denuncias por mantener relaciones sexuales con menores de edad.
También es inquietante que el hombre fuerte de este gobierno sea Elon Musk, al que el presidente ni siquiera le cuestionó poner su poderosa red social a potenciar la ultraderecha europea con un especial apoyo personalmente declarado a favor de la agrupación neonazi alemana AfD, y de la que lidera Marine Le Pen en Francia, además de potenciar la imagen y el peso político de Viktor Orban, el ultranacionalista pro-Putin que gobierna Hungría.
Salvo que sea su carta en la magna para lograr acuerdos con China, su relevancia en el gobierno conservador justifica que Biden haya descrito al nuevo gobierno como una oscura “oligarquía”.