Francisco I y su nombre secular, Jorge Mario Bergoglio, empiezan a ser parte de la historia milenaria de la iglesia, al tiempo que empiezan a sonar en el escenario donde converge la atención mundial los nombres de quienes serán sus sucesores en el trono de Pedro.
Lo que en un Concilio los obispos y otras jerarquías de la iglesia debaten para modificar o dejar igual en materias como el dogma, la liturgia y la disciplina eclesiástica, en los conclaves pujan para que una de las posiciones enfrentadas encarne en la persona del nuevo Papa.
Por cierto, no todos los concilios son lo que se supone que deben ser: asambleas en las que las distintas vertientes teológicas defienden con argumentaciones y reflexiones la posición que sustenta. Gran parte de los concilios han estado digitados de antemano, pero también hubo auténticas asambleas conciliares. El mayor ejemplo es el Concilio Vaticano II.
Fue uno de los grandes acontecimientos de la década del ’60 y dejó una marca en el siglo XX, precisamente porque, organizado por el “Papa Bueno” Juan XXIII, tuvo verdaderamente la intención de que la filosofía de la iglesia, así como sus posiciones sobre las cuestiones humanas, sobre la liturgia y sobre los sacramentos sean decididos desde la base más amplia y representativas de la iglesia católica, convocando para que sean escuchados los obispos de todos los rincones del planeta.
Después de las cerradas iglesias de Pio XI y Pio XII, debido a las sombras que dejaron la firma del tratado de Letrán con Mussolini y el apoyo a Francisco Franco del primero, y el silencio ante los crímenes del nazismo del segundo, la iglesia necesitaba un Papa que irradiara humildad y bondad, encontrándolo en Angelo Giuseppe Roncalli, quien se convirtió en Juan XXIII y procuró que a la iglesia la definieran sus bases y no su máxima jerarquía.
La curia romana y el aristocrático Colegio Cardenalicio de aquel momento no lo querían, pero consideraban que su avanzada edad y el tumor que crecía en su estómago confluirían para generar un pontificado breve. Y lo fue, pero esos cinco años le alcanzaron para impulsar su mayor obra: El Concilio que transformó la iglesia modificando la liturgia para reemplazar los ritos tridentinos por una misa dada de cara a la feligresía y no en latín, sino en el idioma de cada país; además de otras reformas que revitalizaron la iglesia y la acercaron a la gente.
En ese encuentro asambleario, se escucharon las voces que exponían una ortodoxia oscurantistas, con el arzobispo Marcel Lefebvre en la primera línea. La voz del lúcido teólogo alemán de la Universidad de Münich Joseph Ratzinger, expresando un conservadurismo duro, pero inteligente y vigoroso. Y las vertientes teológicas vanguardistas que se proponían revitalizar la vida intelectual de la iglesia desatando las ataduras a los dogmas. En esa línea destacaban el gran explorador de la Teología Dogmática Michael Schmaus, el agudo teólogo de la Universidad de Innsbruck Karl Rahner, el jesuita francés Henri de Lubac y otros teólogos que querían correr las estrictas fronteras establecidas por los guardianes ortodoxos del dogma hasta el mismísimo umbral del mensaje evangélico.
Lo que en ese concilio se expresó en el debate, en el Cónclave se convierte en puja entre las distintas vertientes para que sus posiciones se vean reflejas en el sumo pontífice. Y esa es una puja sorda en la que influyen también las sórdidas codicias y corrupciones que anidan en los rincones más oscuros de la curia de Roma.
Desde principios del siglo XX, en los cónclaves se ha visto el maridaje entre las posiciones más ortodoxas y la corrupción que infecta las finanzas vaticanas. Ese tándem enfrentará ahora a los cardenales fieles al legado del Papa argentino.