Sobre la vereda junto a la avenida moscovita Rublóvskoye, al pie del edificio que habitaba, encontraron el cadáver de Andrei Badalov, el vicepresidente de la compañía estatal de oleoductos Transneft. En los informes policiales apareció inmediatamente la palabra “suicidio”, como ocurre con muchas de las muertes del entorno de Vladimir Putin, cuando no se trata de envenenamientos ni de acribillamientos ni de aviones que caen poco después de despegar. Por lo tanto, Rusia y el mundo deben creer que el ingeniero de 62 que realizó la transformación digital, la modernización de las tecnologías de información y la automatización de la empresa que posee la mayor red de oleoductos del mundo, decidió matarse saltando de la ventana de su departamento.
No fue el único que murió dando un salto al vacío. Así murió también Marina Yankina, alta funcionaria del Ministerio de Defensa que murió al caer de un piso 16. Fue de un piso doce que cayó Antyon Bartenev, un juez federal que husmeaba en la corrupción del Kremlin.
El presidente de la petrolera Lukoil, Ravil Maganov, murió saltando desde su habitación en el Hospital Central de Clínicas de Moscú, donde se encontraba internado por un problema de salud menor.
También cayó al vacío el dirigente opositor Pavel Antov, una de las voces más críticas a la invasión de Ucrania. Se precipitó desde el balcón de su habitación de un hotel, pero no focurrió en Moscú ni en San Petersburgo, sino en la India.
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La lista de suicidados a la sombre de Putin es larguísima e incluye casos extraños, como el del millonario enemistado con el presidente ruso, que decidió matarse con un tiro en la cabeza mientras nadaba en la piscina de su mansión.
En estos últimas días, hubo otros suicidios casi simultáneos con el de Badalov. En una calle desierta de los suburbios de Moscú, dentro de su automóvil particular, hallaron el cadáver de Román Vladimirovich Stavoroit con una bala en la cabeza. En la mayoría de los países del mundo, que quien fue un poderoso ministro se suicide poco después de haber sido echado del gobierno, podría parecer relativamente normal. Pero si quién firmó el despido del ministro suicidado es Vladimir Putin, entonces las hipótesis sobre esa muerte se multiplican. También crecen los interrogantes, igual que hace tres años, cuando en su departamento aparecieron muertos el poderoso banquero Vladislav Avayev, junto a su esposa y su hija menor, aparentemente asesinadas por él antes de suicidarse.
Nadie pudo responder por qué haría algo semejante ese rico empresario de las cercanías del presidente ruso. Las muertes de Badalov, Starovit y de Avayev se sumaron a una larga lista de allegados al presidente que saltaron desde rascacielos o se ahorcaron en el living de sus mansiones. Una lista que muchos guardan en el mismo cajón de la que enumera las muertes por envenenamiento del ex espía Alexander Litvinenko y de tantos otros, así como el acribillamiento del ex vice-primer ministro Boris Nemtsov, el paro cardiaco de Alexei Navalni y la caída del avión de Yevgueny Prigozhin.
La sombra del jefe del Kremlin es como una ciénaga que traga las vidas de todos los que se cruzaron en el camino de sus ambiciones. Incluso aquellos que le abrieron el camino hacia el poder. Uno de los casos más notables de ingratitud es de Boris Berezovsky, uno de los primeros “suicidados” de Putin.
Ese matemático que al colapsar la Unión Soviética dejó de dar clases y se enriqueció vertiginosamente como empresario de grandes medios de comunicación en las cercanías del presidente Boris Yeltsin, de cuya hija Tatiana era amigo personal, fue quien lo propuso como primer ministro, en lugar de Yevgeny Primakov.
El presidente le hizo caso y convirtió en su último jefe de Gobierno al entonces jefe del FSB, aparato de inteligencia heredero del KGB. Pero intentar evitar la deriva autoritaria de Putin tras la guerra en Chechenia llevó a Beresovski, primero, al exilio, y, después, a aparecer colgado del cuello en el living de su mansión londinense.