Somos un país con mala suerte. Cada vez que parece que las cosas se van a enderezar un poco, que vamos a poner la casa en orden y que realmente podemos demostrar que aprendemos de nuestros errores, vuelve a estallar un escándalo de (presunta) corrupción que erosiona el pacto entre gobernantes y gobernados. Ocurre a tal punto de llevarnos a pensar que “son todos iguales”.
Las circunstancias empujaron a que Javier Milei ocupe un lugar para el que nunca trabajó. Ese espacio se construyó a partir del hartazgo social producto de décadas de atraso, corrupción y malas prácticas de la política tradicional. Los antecesores fueron tan malos, que los pagadores de impuestos entendimos por la fuerza que hacer un “ajuste” era necesario, que no podíamos vivir gastando más de lo que teníamos, y que el camino no iba a ser fácil.
Así, la gente decidió que Javier Milei, un outsider que venía a sacar a patadas a la casta política, era la persona indicada para encabezar un nuevo tiempo en Argentina. Las urnas le dieron la famosa “bala de plata”. La está usando mal. O mejor dicho, la está desperdiciando.
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El riesgo es que de acá a unos años, la gente asocie el equilibrio fiscal, la reducción del gasto público, la baja de impuestos y las desregulaciones que le facilitan la vida a los simples mortales, con las excentricidades de este presidente que sigue tirando de la cuerda.
“A este país sólo lo pueden gobernar los peronistas”. “En Argentina siempre hubo inflación, es inevitable”, pensarán muchos. Si las cosas no funcionan esta vez, va a ser difícil convencer a las nuevas generaciones que dichas frases son falaces. Somos las desilusiones que acumulamos.
El escándalo de Libra, el intento de meter a Ariel Lijo en la Corte a toda costa, la contratación del Banco Nación a una empresa asociada a los Menem, la falta de respuestas del Estado ante las más de 100 muertes por fentanilo contaminado, el destrato hacia la vicepresidenta, el veto como herramienta para hacer oídos sordos ante reclamos genuinos, la crueldad en redes y la violencia verbal desde el atril, van menguando la esperanza de millones de argentinos que pensamos que esta vez iba a ser distinto.

Quizás pecamos de ilusos, pero muchos pensamos que nos merecemos otra cosa. Que podemos vivir en un país sin inflación y con crédito para acceder a la casa propia. Que podemos pagar un auto lo que vale sin desangrarnos con los impuestos. Que quizás no sea obligatorio tener que trabajar 12 horas por día para llegar a fin de mes.
Y por qué no soñar que podemos tener un presidente como Tabaré Vázquez o Sebastián Piñera. Que probablemente una versión argenta de Michelle Bachelet nos vendría bien, o que podríamos pedirle prestado a Uruguay a Luis Lacalle Pou y por qué no a Brasil a Fernando Henrique Cardoso.
Quizás sea injusto pasarle la factura a Milei de años de decadencia, pero la oportunidad la tiene él, y es él el que la está desperdiciando.
Los argentinos nos merecemos vivir mejor. Merecemos tener un presidente que no nos grite, que tenga empatía, que haga su mejor esfuerzo porque las cosas mejoren, que tienda puentes y no los dinamite. También nos merecemos gobiernos provinciales más austeros, que bajen impuestos en vez de subirlos, que respeten el equilibrio de poderes. Nos merecemos una Justicia que sea imparcial y que dé respuesta a las necesidades de la gente.
Mientras tanto, se nos va la vida pensando en las cosas que nos merecemos y que a este ritmo quizás nunca tengamos.