En la negociación que se desarrolla en Sharm el-Sheij deben desatarse no uno sino varios nudos gordianos. Los negociadores norteamericanos, árabes y turcos que deliberan en el balneario egipcio sobre el Mar Rojo, deberían lograr que Hamás acepte la entrega de la totalidad de sus armas y deje de existir, al menos en la forma en que ha existido desde que fue creada por el jeque Ahmed Yassin tras la primera la Intifada. Eso sería imposible si no logran convencer al gobierno israelí de una retirada militar completa, aunque sea en etapas, de la Franja de Gaza. A renglón seguido, tendrán que convencer a Israel de que la única solución aceptable para el mundo es la de los Dos Estados, aunque sea dentro de un lapso razonable de años.
Pero en ese mundo deberá entenderse cuál fue el mayor crimen del gobierno israelí en su respuesta al pogromo sanguinario que detonó el conflicto, y cuáles fueron los dos crímenes más monstruosos cometidos por Hamás contra Israel.
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Uno de esos dos crímenes está a la vista de todos, aunque no todos lo calibran en verdadera magnitud: el asalto a las aldeas agrícolas del sur de Israel y al festival por la paz que se realizaba en sus cercanías. El otro es tanto o más monstruoso que aquella matanza y secuestro masivo de civiles con una crueldad inhumana que detonó la peor de las guerras entre israelíes y árabes: la intención con que Hamás perpetró el pogromo en el que violó, torturó y asesinó con saña demencial; o sea el objetivo que perseguía aquel aberrante ataque.
La intención del más exterminador y cruel ataque contra Israel fue provocar en el gobierno encabezado por Benjamín Netanyahu una reacción devastadora, lanzando una guerra de tierra arrasada que costara la vida a decenas de miles de civiles, incluidos decenas de miles de niños.

El objetivo del golpe planificado por el sanguinario Yayha Sinwar era que el mundo viera al ejército israelí convirtiendo las ciudades y aldeas de Gaza en escombros. Que el mundo viera cómo los misiles, los drones, las balas y el hambre mataban civiles a escalas industriales. Y que sobre ese paisaje dantesco, escuchara a extremistas religiosos como los ministros israelíes Itamar Ben Gvir y Bezalel Smotrich exigiendo a Benjamín Netanyahu que ocupe militarmente ese territorio arrasado, expulse a la población nativa, injerte población proveniente de Israel y de otras partes del mundo, anexando luego toda la Franja de Gaza.
Sinwar murió acribillado, como su hermano y muchos otros de los criminales jefes de Hamás. Pero se cumplió el objetivo que se había planteado ese líder terrorista: que en el mundo entero ondeen banderas palestinas, se vean masivas manifestaciones de repudio a Israel y se aísle internacionalmente al Estado judío, colocándolo a la sombra de la palabra genocidio.

Hamás le dio al gobierno de Israel el casus belli que deseaba y ese gobierno respondió tal como Hamás lo deseaba.
Es el triunfo de los peores líderes de ambos pueblos y de los peores deseos de esos líderes, en la peor de todas las guerras entre árabes e israelíes.