En el siglo XV, cuando el rey Eduardo IV murió, su hermano Ricardo se hizo nombrar Lord Protector hasta que su sobrino, Eduardo V, pudiera asumir el trono de su padre. Pero con el poder adquirido hizo encerrar al heredero y también a su hermano menor en la Torre de Londres, y maniobró hasta que los declararon bastardos, concediéndole a él el “Títulus Regius” que lo convirtió en Ricardo III.
Fueron muchísimos entre la Edad Media y el final de las monarquías absolutistas, fueron muchos los príncipes despojados de ese título y hasta asesinados, como los hijos de Eduardo IV según relata en el siglo XVI Tomas Moro en su libro “La Historia del Rey Ricardo III”, quien para asegurarse el trono hizo asesinar a sus sobrinos. Pero en las primeras décadas del siglo en marcha, en Europa muchos príncipes han perdido el rango por decisión de sus tíos o sus abuelos.
Antes de abdicar a favor de su primogénito Federico X, la imponente Margarita II les quitó el rango de “altezas reales” a Nicolás, Henrik, Felix y Athena, los vástagos del príncipe Joaquín, su hijo menor, dejándoles sólo el título de condes Monpezat. Pero no fue por castigar a esos nietos que los sacó de la Casa Glüksburg, sino como parte de un plan de racionalización de los abultados costos de la monarquía danesa.
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Por la misma razón, el rey Países Bajos, Guillermo Alejandro, quitó el título de príncipes a sus sobrinos. También para adelgazar la Casa Real, el rey de Suecia Carlos Gustavo dejó sólo el rango de duques y duquesas a sus nietos Leonore, Nicolás, Adrienne, Alexandre y Gabriel. Cinco príncipes menos mejoraron la imagen de la corona sueca. Y lo mismo hizo Felipe VI con los hijos de su hermana, la infanta Elena, para que la casa borbónica se reduzca a seis miembros: el rey Felipe, su esposa la reina Leticia, su padre el rey emérito Juan Carlos y su madre la reina emérita Sofía.
A esta altura de la historia, las monarquías deben mostrarse lo más austeras posibles y representar el mínimo costo indispensable para conservar el apoyo de los súbditos a esa anacrónica institución.
La modernidad y su demanda de racionalidad también es menos tolerantes con la inmoralidad de los miembros de la realeza, y esa fue la razón por la que se produjo la caída de un príncipe británico, perdiendo todos sus títulos, su rango y los privilegios.
No fue para reducir costos de la corona que Andrés Mountbatten-Windsor se convirtió en ex príncipe y en ex Duque de York, además de haber perdido otros honores y privilegios como habitar el Royal Lodge, de donde fue desalojado por su hermano, Carlos III.

Pero no fue el rey británico quien decidió la demolición humillante de ese hijo de Isabel II. Fue Guillermo Aturo Felipe Luis, el príncipe de Gales y heredero del actual monarca. Al ver que su padre vaciló durante tan largos meses para limpiar de la Casa Windsor la mancha que tanto está indignando a ingleses, galeses, escoceses y norirlandeses. La caída con deshonor del ex príncipe Andrés muestra desde Gran Bretaña la gravedad de que quienes integran las instituciones sean partes de eventos tan deleznables como las fiestas que el magnate de la pedofilia, Jeffrey Epstein, hacía con sus amigos del jet set y demás clientes millonarios para que abusen sexualmente de jovencitas menores de edad.
La debacle del hermano del rey Carlos III les recuerda a los norteamericanos que quien hoy ocupa por segunda vez la Casa Blanca, a las varias denuncias que ya tenía sobre acoso y abuso sexual de mujeres, se suma la revelación de su estrechísima relación con Epstein y su rango de habitué de las fiestas pedófilas.
¿Se generará algún debate en la sociedad norteamericana sobre la gravedad de la sospecha que pesa sobre Donald Trump? ¿O seguirá anestesiada por el híper-activismo y el súper-protagónico con que ese presidente monopoliza el escenario mundial?



