Que una vocera del kirchnerismo profundo y de lo que piensa y siente Cristina Kirchner, como Fernanda Vallejo, haya descripto al presidente como “un mequetrefe que no sirve para nada” y que la vicepresidenta no haya salido a cuestionar esos dichos sino que, por el contrario, en una carta pública al que cuestionó haya sido al humillado Alberto Fernández, muestra la gravedad de la crisis que sacude al oficialismo. Y lo corrobora la renuncia de Máximo Kirchner a la presidencia del bloque en Diputados y un silencio de Cristina que suena como el “voto no positivo” de Cobos.
Pero ni es la primera vez que ocurre en Argentina, ni ocurre sólo en este país. En rigor, las coaliciones de gobierno en Argentina siempre tuvieron crisis catatónicas. El peronismo de la década del setenta era en sí mismo una coalición, a la que sumaba otras, como el FREJULI (Frente Justicialista de Liberación), entre extrema derecha e izquierda revolucionaria. El resultado fue desastroso para el gobierno peronista y una tragedia para el país: la izquierda violenta y la ultraderecha del peronismo chocaron con las armas produciendo una larga lista de crímenes y allanando el camino al golpe de Estado que instauró una dictadura exterminadora.
En los noventa, el peronismo neoliberal que inauguraba Carlos Menem causó la escisión de sectores que se identificaban con dirigentes como Chacho Álvarez y José Octavio Bordón. Pero aquella ruptura no desestabilizó al gobierno de entonces, porque el dueño del poder era también el accionista mayoritario en materia de los votos que habían llevado al peronismo al poder: Menem.
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Por el contrario, cuando Chacho Alvarez renunció a la vicepresidencia quebrando la coalición a la que llamaban la Alianza, el gobierno de Fernando De la Rúa empezó a desangrarse aceleradamente. La verdadera causa del portazo de Alvarez no habría sido el caso de “las coimas” en el Senado que se había denunciado, sino que también el vicepresidente había apostado a Domingo Cavallo y a salvar la convertibilidad, la política económica que terminó hundiéndose con el gobierno de la Alianza.
El primer gobierno de Cristina no se hundió, pero la alianza con el radicalismo de Julio Cobos estalló en la disputa por las retenciones, convirtiendo al vicepresidente en un marginado sometido a humillaciones dentro del oficialismo.
En Brasil, el esquema de coalición gubernamental que había funcionado con las presidencias de Lula da Silva, se resquebrajó en el segundo mandato de Dilma Rousseff y la ruptura derivó en el estropicio institucional que la destituyó.
En Colombia, la coalición entre el centro y la derecha dura que había funcionado en las presidencias de Alvaro Uribe, entró en crisis cuando Juan Manuel Santos lo relevó en la jefatura de Estado. Uribe siguió sintiéndose dueño del poder y empezó a cuestionar a su ex ministro de Defensa, hasta convertirse en el principal y más duro opositor.
Uruguay es la excepción, porque la coalición de centroizquierda que gobernó tres mandatos con Tabaré Vázquez y José Mujica, logró mantener la armonía interna.
Ahora, por primer vez, en Uruguay gobierna una coalición de centroderecha (los gobiernos anteriores habían sido “blancos” o “colorados”, pero nunca multicolor) y también está funcionando con la armonía que falta en la mayoría de los casos latinoamericanos de estos días.
Una deriva peligrosa es la del gobierno de Pedro Castillo, quien llegó a la presidencia como candidato de la agrupación marxista Perú Libre, cuyo líder, Vladimir Cerrón, no podía ser candidato por una condena que tiene por casos de corrupción cuando era gobernador del Departamento de Junín.
Castillo exhibe una abrumadora incapacidad para gobernar. Llegó al cargo por la irresponsabilidad de un partido minoritario, debido al justificado temor que genera el fujimorismo hoy liderado por Keiko Fujimori y por la ola anti-sistema que crece en terrenos abonados por la corrupción y la decadencia dirigencial.
El hecho es que su choque con Perú Libre lo llevó a cambiar tres gabinetes y tres primeros ministros en sólo seis meses. La deriva empezó cuando Castillo echó al primer ministro Guido Bellido, de Perú Libre, reemplazándolo por la respetable socialdemócrata Mirtha Vázquez, quien poco después renunció por la incapacidad del presidente para depurar de corrupción el gobierno.
El colmo del absurdo se produjo con el nombramiento como primer ministro de Héctor Valer, quien hasta hace poco había sido dirigente de un partido considerado ultraderechista. Y la crisis sigue, porque Valer duró sólo cuatro días en el cargo.
A la presidenta hondureña se le rompió la alianza entre sectores de su propio partido Libertad y Refundación (Libre), antes de asumir el cargo. El sector que lidera Jorge Calix no aceptó el acuerdo de Xiomara Castro con el partido de su compañero de fórmula, Salvador Nasralla. La rebelión dividió al oficialismo horas antes de que empezara a serlo.
También aparecieron las grietas y los crujidos en la coalición de la izquierda chilena, antes de que asuma la presidencia Gabriel Boric.
El joven que se impuso en la interna al comunista Daniel Jadue y venció en la elección al ultraconservador José Antonio Kast, denunció públicamente la farsa electoral y el encarcelamiento de los candidatos opositores a Ortega en Nicaragua, y las violaciones a los Derechos Humanos cometidas por el régimen chavista en Venezuela. El Partido Comunista, que es el socio más importante de la coalición, cuestionó duramente esas declaraciones y defendió a los regímenes de Ortega y Maduro. Poco después, cuestionó duramente la elección que hizo Boric para encabezar el Ministerio de Economía. Mario Marcel es un economista socialdemócrata que tiene pertenencia orgánica en la coalición de centroizquierda que gobernó Chile con Aylwin, Frei, Lagos y Bachelet. Precisamente Michel Bachelet, en su segundo gobierno, lo designó presidente del Banco Central, cargo en el que fue ratificado por el presidente centroderechista Sebastián Piñera.
Para los socios del gobierno que asume en marzo, Gabriel Boric le entregó la economía y la política exterior a los neoliberales.
Hasta último momento, el elegido era Nicolás Grau, miembro del Convergencia Social (el partido de Boric) y de posiciones radicales en materia económica.
Después de tres décadas de alternancia entre dos coaliciones que mantuvieron la unidad y la armonía en sus respectivos interiores, los chilenos escuchan crujidos de resquebrajamiento en la coalición que empezará a gobernar en marzo.
Hay confianza en que el inteligente y pragmático Gabriel Boric podrá controlar esas tensiones internas, pero en Chile escuchar crujidos en el oficialismo no tiene nada de habitual.
Las tensiones en el oficialismo argentino son graves, preocupantes y patéticas, pero no son las únicas en la región. Son muchos los rompimientos como el de Tsipras y Varufakis.
Los líderes de Syriza, el partido de la izquierda griega, que llegaron al poder con propuestas radicales y rupturistas, después del referéndum que aprobó patear el tablero del ajuste que les imponía Bruselas, rompieron de manera abrupta y ruidosa porque Tsipras giró hacia la moderación y arrojó por la borda a Varufakis.
Las tensiones en el oficialismo argentino son graves, preocupantes y, en ocasiones, patéticas. Pero no son un caso único.