El mesianismo autoritario tiene el poder de convertir en secta a porciones importantes de la sociedad. Océanos de gente dejan de ver la realidad que existe ante sus ojos, porque lo que ven es la realidad que les describe el líder. No importa cuán alejada esté la realidad subjetiva descrita por el líder de la realidad que existe objetivamente. El líder logra que sus adeptos vean lo que él describe, y lo que él describe es lo que quieren ver.
A renglón seguido, esas masas con percepción sectaria de la realidad atacan, atacan con violencia retórica a quienes describen la realidad real; esa que existe de manera objetiva ante los ojos y el entendimiento de quien quiera verla y entenderla. Para la mentalidad del sectario, describir la realidad real es algo que sólo puede hacerse arteramente, por alguna razón siniestra o por estar al servicio de algún plan malvado; en el caso del ultra-conservadurismo brasileño, el plan que procuran conjurar es “la destrucción de la familia, la propiedad y Dios”.
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A la vista de todos está la realidad venezolana, un país que durante gran parte del siglo 20 tuvo una democracia insular en un mar de dictaduras militares y riquezas inconmensurables que el chavismo malogró con su obtusa dictadura, produciendo la calamitosa bancarrota que provocó una diáspora de dimensiones bíblicas. Todo eso está a la vista, pero el izquierdismo devenido en secta lo que ve es un liderazgo heroico enfrentando al imperialismo empeñado en empobrecer a los venezolanos.
En los Estados Unidos ocurrió ante los ojos de los norteamericanos y del mundo la elección que perdió el presidente Donald Trump, quien denunciaba fraude desde mucho antes (había empezado a hablar de fraude cuando las encuestas mostraron que podía ganar el candidato demócrata), pero hasta el día de hoy, y después de haber visto al magnate neoyorquino presionando a gobiernos estaduales para que fragüen los escrutinios y alentando las turbas fanáticas al violento asalto que dejó cinco muertos en el Capitolio, millones de trumpistas siguen creyendo que el triunfo de Joe Biden fue por un fraude.
A la vista de todos está que en Brasil hubo una elección impecable en la que el presidente perdió frente a una coalición que va desde la centroderecha hasta la centroizquierda. Pero millones de bolsonaristas reclaman a los militares un golpe de Estado porque consideran que hubo un “proceso electoral injusto” para convertir a Brasil en un país comunista.
Por izquierda y por derecha aparecen líderes mesiánicos que convierten multitudes en sectas lunáticas que describen realidades paralelas y atacan ferozmente en las redes a quien ose describir la realidad visible. En el gigante sudamericano, el nuevo sectarismo lanzó multitudes a presionar al Ejército para que de un golpe de Estado que “salve a Brasil” de que se cumpla el mandato de las urnas.
En el siglo 20, para describir el hecho de que sectores civiles propiciaron golpes de Estado, se usaba la imagen “golpear la puerta de los cuarteles”. Esa era la metáfora sobre contactos que se realizaban en secreto, lejos de la mirada pública.
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Pues bien, en Brasil esa metáfora se materializó, cuando multitudes de bolsonaristas se aglomeraron ante las puertas de varios cuarteles, pidiendo a los militares “intervención federal”. El mundo vio a esas muchedumbres “golpeando las puertas de los cuarteles”. El mundo los escuchó pedir a los militares “intervención federal”, absurdo sucedáneo de golpe de Estado. Es lo que habrá pedido, por vía telefónica, el presidente que se encerró en el Palacio de la Alborada y mantuvo un silencio inquietante durante casi dos días enteros.
Que tras el escrutinio que mostró su derrota Bolsonaro trató de contactar militares dispuestos a dar un golpe, es una deducción lógica, pero no una evidencia. La oscura ambigüedad del brevísimo comunicado con que puso fin a ese silencio, sugiere que hizo eso. También lo sugieren los piquetes en las puertas de los cuarteles. Esas muchedumbres reclamando de manera explícita un golpe de Estado para que no asuma el candidato que ganó la elección, no es una deducción, es una realidad visible y audible.
Ahora bien, a la actitud golpista la tiene Bolsonaro, no su gobierno. Durante las largas horas de silencio tras el escrutinio, muchos legisladores oficialistas y altos miembros del gobierno y de su coalición política se opusieron a la conspiración. Por eso Hamilton Mourao, el militar que ocupa la vicepresidencia, salió a reconocer el resultado y a comunicarse con el vicepresidente electo Geraldo Alckmin para acordar la transición.
El goteo de legisladores y funcionarios oficialistas que aparecían reconociendo el resultado mientras su jefe mantenía un amenazante silencio, demuestra que el espacio político oficialista tampoco quiso sumarse al plan golpista. Esos pronunciamientos públicos lo que hacían era presionar a Bolsonaro para que acepte el resultado.
Bajo esa presión de sus propios dirigentes, funcionarios y legisladores, el presidente tuvo que hacer lo que no quería: pronunciarse públicamente sobre el acto electoral que perdió. Pero para dejar abierta una posibilidad de patear el tablero leyó la declaración ambigua y oscura, visiblemente calculada para no desactivar, sino incentivar, las protestas de las multitudes que reclaman un golpe militar.