Fue una disrupción extraña en el Partido Conservador y en la política británica. Los circunspectos tories estuvieron liderados por un personaje extravagante que contrastaba con las formas y las tradiciones conservadoras: Alexander Boris de Pfeiffel Johnson.
Su vida personal y profesional siempre fue tan caótica como su pelo. Pero ese caos es su cosmos, su normalidad, el agua donde se siente un pez. Y como sus desórdenes y estropicios no impidieron su ascenso en la estructura partidaria, llegó a convencerse de que él tenía derecho a todo y que jamás tendría que pagar un alto precio por sus inconductas.
El trayecto de Boris Johnson hacia las cumbres está plagado de mentiras y falsedades. Por falsificar declaraciones en los artículos que escribía como periodista de The Times, fue echado de ese prestigioso diario británico. Años más tarde, ocupando un escaño en la Cámara de los Comunes, perdió su lugar en la cúpula partidaria por haber mentido sobre una relación extramatrimonial. Y volvió a mentir al propalar certezas que no tenía sobre supuestos beneficios inmediatos del Brexit en el bolsillo de la gente.
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Parecía inmune a los escándalos que producían sus mentiras. Con esos antecedentes, llegó a ser alcalde de Londres, cargo que ejerció con resultados en general mediocres, pero con un logro notable: la estupenda realización de los Juegos Olímpicos del 2012.
También fue caótica su gestión inicial sobre la pandemia, pero salvó la imagen de su gobierno el eficaz plan de vacunación.
Pero cuando embistió primero contra David Cameron, el primer ministro conservador que convocó el referéndum en el que se impuso la opción Brexit, y después contra Theresa May, la premier que intentó una salida de la UE ordenada, seria y responsable, era totalmente conocido el poco apego de Boris Johnson a la ética y la verdad.
Por eso no debió sorprender que mintiera sobre sus inconductas como primer ministro. A esa altura estaba claro que las inconductas y las mentiras son su modus operandi.
Boris Johnson ocultó la verdad al cajonear la primera denuncia de acoso sexual contra John Pincher, nada menos que el “chief whip”, o sea el funcionario del partido que se encarga de sancionar la indisciplina partidaria. Por eso impactó gravemente sobre el primer ministro la posterior denuncia de acoso sexual a otros hombres por parte de Pincher.
El caso estalló en medio de otros escándalos: un legislador tory tuvo que renunciar cuando se lo descubrió viendo videos porno en su celular durante una sesión parlamentaria y, el más grave de todos los casos: la revelación de las fiestas en la sede gubernamental durante la pandemia.
El primer ministro que durante la pandemia impuso a los británicos el distanciamiento social y la prohibición de celebraciones y reuniones de cualquier tipo, realizó una decena y medias de fiestas en el 10 de Downing Street.
La falta era de por si gravísima, pero Johnson la agravó aún más al mentir públicamente y en varias ocasiones sobre esas reuniones clandestinas. Hasta en sesiones parlamentarias en las que lo interrogaron al respecto, el primer ministro negó que esos encuentros violatorios de la cuarentena hubieran ocurrido. Pero cuando la investigación que se llevó a cabo probó de manera contundente que en numerosas ocasiones hubo festejos en la sede de gobierno violando las restricciones imperantes por la pandemia, la suerte de Boris Johnson quedó echada. De esa mentira, el eterno embustero no podría escapar.
El Partido Conservador puso en marcha sus mecanismos para reemplazarlo. Hubo una primera votación en la que logró sobrevivir porque los partidarios de la destitución no alcanzaron la cifra necesaria de votos. Pero la tradición partidaria lo condenaba porque la diferencia a su favor había sido pequeña y, en casos anteriores, resultados similares habían obligado posteriores renuncias.
Margaret Thatcher había ganado una votación de ese tipo, también por escaso margen, y poco después tuvo que renunciar. Lo mismo ocurrió con Theresa May, quien incluso había logrado más votos que los que obtuvo Johnson. Por eso generó tanta indignación en las filas tories que Boris Johnson se diera por vencedor y pretendiera continuar en el cargo como si nada hubiese ocurrido.
La forma de hacerlo chocar con la realidad fue una ola de renuncias que vació su gabinete y lo dejó a la intemperie.
Fueron los portazos que dieron sus mejores ministros y funcionarios de segunda línea los que le hicieron ver a Boris Johnson que, esta vez, sus mentiras y estropicios tenían una consecuencia de la que no podía escapar hacia adelante, como había hecho siempre.