En la cumbre del 2009 en Ekaterimburgo quedó conformado un espacio geopolítico integrado por dos democracias y dos regímenes autoritarios. Brasil y la India son democracias, mientras que el anfitrión, Rusia, es una autocracia personalista, con fachada institucional democrática pero con visible inspiración zarista, y la República Popular China es una burocracia partidaria tan autoritaria como el régimen ruso.
Ese equilibrio inicial entre democracias y autoritarismos, se descompensó tres años más tarde a favor de la democracia, con el ingreso de Sudáfrica, agregando la letra S a la sigla compuesta por las letras iniciales de Brasil, Rusia, India y China.
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Ahora, el grupo BRICS vuelve minoría a las democracias con la incorporación de un puñado de países, desviando además la motivación original de este espacio.
En el origen, por tratarse de los países emergentes con mayor potencialidad de desarrollo en el mundo, la principal motivación de lo que nació en Ekaterimburgo era económica: multiplicar los acuerdos comerciales y de cooperación científica, tecnológica y económica entre los aspirantes a potencias desarrolladas, además de avanzar hacia la creación de fuentes propias de financiamiento para inversión en infraestructura y para proyectos productivos.
Esa era la meta propuesta, sobre todo por quien entonces era primer ministro de la India, Monmohan Sing, quien como ministro de Rajiv Gandhi había abierto y modernizado la economía de ese gigante asiático. Lo apoyaba firmemente el tonces gobernante chino, Hu Jintao, quien seguía la línea de Deng Ziaoping y de Jiang Zeming de mantener buenas relaciones con el mundo entero, en particular con las superpotencias de Occidente.
No todos los países que ahora ingresan al BRICS califican como países emergentes con potencialidad de inminente salto a potencia desarrollada. En ese grupo, el único que tiene un sistema democrático es Argentina.
La República Islámica de Irán es una teocracia chiita represiva, en la que sólo se votan presidente, gobernadores y alcaldes, además de legisladores del Majlís (parlamento), pero las autoridades electas están rigurosamente sometidas por un poder religioso: el máximo ayatola, que es el guía espiritual en el chiismo duodecimano.
Arabia Saudita es una monarquía también criminalmente represiva y tan o más absolutista que la Francia de los luises, que está basada en los preceptos del sunismo salafista conocido como “wahabismo”.
El mismo sistema fundamentalista de creencias define el poder en Emiratos Árabes Unidos, pero con la diferencia de que, en este caso, se trata de una federación de monarquías absolutistas.
Egipto intentó democratizarse tras la caída del déspota Hosni Mubarak en el marco de la llamada Primavera Árabe. Pero de las urnas surgió un gobierno fundamentalista encabezado por la Hermandad Musulmana y presidido por Mohamed Morsi, que fue derrocado por el golpe de Estado que perpetró el ejército y entronizó la dictadura que hasta hoy preside el general Abdelfatá Al Sisi.
Actualmente, Etiopía parece encaminarse hacia un sistema democrático, a través de las reformas que impulsa el primer ministro Abiy Ahmed, pero todavía es omnipresente el molde autoritario que se forjó bajo el emperador Haile Selassie y con la dictadura de Mengitsu Haile Mariam.
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Ahora, en ese espacio hasta ahora conocido como BRICS, priman los regímenes autoritarios. Pero esto no lo convierte en un bloque ideológico, como insinúan Patricia Bullrich y Javier Milei. Mucho menos un bloque “comunista”, la palabra usada por el líder de La Libertad Avanza.
El cuestionamiento que hacen Bullrich y Milei tiene un enfoque equivocado, que incluso muestra que adolecen del mismo defecto político que evidenció el gobierno de Alberto Fernández al maniobrar el ingreso en el BRICS de la forma que lo hizo.
Estados Unidos y Europa no vinculan con otros países por afinidades ideológicas, sino por intereses económicos y geopolíticos. Washington no está en confrontación con China porque sea “comunista”, como señala erróneamente Milei, sino porque su líder actual se ha lanzado agresivamente a competir por el liderazgo económico y tecnológico mundial, entre otras cosas.
A Nixon y a Kissinger no le importó que Mao Tse-tung y Chou En-lai fuesen verdaderamente comunistas e imperasen sobre un sistema “colectivista de planificación centralizada”. Si aquella Casa Blanca impulsó la “diplomacia del ping pon” que derivó en el histórico abrazo entre Nixon y Mao, fue por razones que nada tienen que ver con lo ideológico.
Estar en el BRICS podría ser conveniente para multiplicar las posibilidades de acuerdos comerciales y fuentes de financiamiento. Eso dependerá del pragmatismo y la habilidad de los gobiernos argentinos y, también, de que el BRICS ampliado y a la sombra del agresivo y hegemónico Xi Jinping, mantenga los objetivos que se planteó al nacer oficialmente en Ekaterimburgo.
Al plantear que de llegar a la presidencia sacarán al país de ese acuerdo, Bullrich y Milei cometen el mismo estropicio que cometió Menem al proclamar “las relaciones carnales” a través de Guido Di Tella, y Néstor Kirchner al maniobrar la política exterior como si fuesen los dueños del país y pudieran definir su ubicación en el tablero internacional de acuerdo a sus simpatías y antipatías ideológicas.
El posicionamiento internacional de un país debe ser política de Estado, por lo tanto decidirse desde un amplio marco de consenso.
El gobierno de los Fernández no consensuó, ni siquiera consultó, con las otras fuerzas políticas, cuando inició las tratativas para que Brasil patrocine su ingreso al BRICS, lo que logró en la antesala del final de su mandato. Para colmo, ingresa de manera simultánea con Irán, cuyo régimen perpetró una masacre en el corazón de Buenos Aires, con la voladura de la AMIA.
La arbitraria manera de ingreso al BRICS fue otro de los tantos estropicios del gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner. Pero sacar al país del BRICS por la decisión unipersonal que están anunciando Bullrich y Milei sería replicar el estropicio actual con otro estropicio, aunque en sentido inverso.
El próximo gobierno, sea cual fuere, deberá consultar la cuestión para que, sea la permanencia o sea la salida argentina del BRICS, se establezca por consenso y, por lo tanto, implique una política de Estado, en lugar de la decisión de gobernantes que se sienten dueños de decidir los posicionamientos en el tablero internacional desde sus filias y sus fobias.