Estimado señor presidente:
Admito que me resulta imposible escribir una carta pública a un político de su popularidad sin recibir agresiones de uno y otro lado. El verdadero éxito de la grieta es ese: haber formado ejércitos de fans que están dispuestos a sacrificar al que piensa distinto.
Asumo el riesgo. Entiendo el periodismo como una de las maneras de poner en cuestión las cosas públicas. Y ya se sabe, el que duda piensa, el que piensa existe. Exactamente lo contrario a la censura, al fanatismo, a la grieta.
Imagino que a estas horas debe estar confundido por una sensación ambigua de alivio y frustración. Supongo que, para un hombre como usted, que disfruta del tiempo que pasa con su familia, sus descansos, sus vacaciones, sacarse de encima el lastre de la presidencia de un país, que en cuatro años lo ha vuelto más canoso y arrugado, ha de permitirle saborear la tranquilidad del desayuno, la suavidad de un abrazo.
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Y también supongo que para un italiano competitivo, acostumbrado a ganar, la entrega del bastón de mando le sonará como el silbato que marca el final de un partido perdido. La conciencia de la dimensión de la derrota.
Quiero decirle que nadie mejor que Usted le ha hecho honor a la frase: “A confesión de partes, relevo de pruebas”. Ha dicho que la inflación es el resultado de no saber gobernar y que había que juzgarlo por el resultado que lograse en la lucha contra la pobreza. A decir de Usted mismo, entonces, no ha sabido gobernar y, si lo juzgamos por la pobreza, tiene un aplazo del tamaño del país.
Creo, sin embargo, que se ha convertido en inmerecido rehén de aquellas frases. Que ha sido injusto con Usted mismo.
La inflación y la pobreza, desde que forman parte de un flagelo nacional, han construido redes que un solo gobierno es incapaz de desarmar, por más voluntad e ingenio que manifieste. Resulta obvio que Usted tampoco pudo hacerlo. Aunque se haya esforzado.
Es cierto que deja bases más sólidas en la producción de energía, en telecomunicaciones, en el esquema de la obra pública, en la construcción de un poder republicano, en la garantía de las libertades individuales, especialmente la libertad de expresión. Es cierto que no es posible construir una sociedad justa sin energía, sin telecomunicaciones, sin obra pública, sin división de poderes, sin libertad de expresión.
Pero Usted y su gobierno han fallado en un detalle medular. Si una persona no llega con sus ingresos a pagar lo que demanda su existencia, si no puede mandar a sus chicos a la escuela con el equipamiento debido, si tiene que elegir entre pagar el gas, la luz, los impuestos o el alquiler, difícilmente tenga tiempo y energía para escuchar peroratas sobre el valor de la inversión a largo plazo.
Un ser humano sin trabajo, o con un sueldo de pobreza, no tiene más remedio que usar la energía y las telecomunicaciones para putear por el valor de las tarifas y la libertad de expresión para putear al gobierno por someterlo a esa inequidad.
Usted necesitaba demostrar de otro modo que para hacer una tortilla primero hay que romper los huevos. Y no lo hizo. O no rompió todos los huevos correctos.
Estoy convencido, señor presidente, que su gobierno ha sido harto más transparente que el anterior. A la mayoría del país no le quedan dudas de eso. Pero no lo suficiente. Se siguieron dilapidando de la misma forma recursos de todos los ciudadanos para mantener estructuras gigantes en los tres poderes del Estado que benefician a amigos, parientes y militantes y hacen reventar de envidia (y bronca) a un empleado de comercio o a un tornero de una pyme. Y, pese a que se redujo notablemente la corrupción en su gobierno, no dejó de haber hilos por donde se filtraron ventajas del Estado para los nuevos amigos del poder.
Pero no es eso lo que quería plantearle, presidente. Ya sus enemigos se están encargando de facturarle el 40% de pobreza y los 55 puntos de inflación que está dejando.
Creo que haber minimizado demasiado temprano el rigor de la inflación, la profundidad de la pobreza y haber ignorado que no se pueden cavar cimientos a costa del sufrimiento del albañil (no confundir, por favor, con el esfuerzo de un albañil) es parte del más grande de sus pecados: la soberbia.
Usted me dijo a mí, señor presidente, no me lo contó nadie, que el suyo iba a ser un gobierno abierto, que buscaría acuerdos fundamentales para sacar el país adelante. Mintió. Se encerró entre cuatro paredes, como hacen casi todos, con los cinco o seis amanuenses de turno, y le cerró las puertas a cualquier idea fresca o divergente, de fuera, pero también de adentro de su alianza política.
Echó a un funcionario leal y eficiente como Carlos Melconián porque le cuestionaba el gradualismo; a la presidenta de Aerolíneas, porque se oponía a que ingresara con privilegios una aerolínea amiga que luego jamás ingresó; al impecable Prat Gay, porque no quería ir a cenar a la casa de Marcos Peña y ninguneó al presidente de la Cámara de Diputados porque quería tender puentes con el peronismo, cosa que Usted hizo, como hacen todos, tarde y mal.
Pensé, señor presidente, que Usted entendía mejor que nadie que un país es más grande e importante que cuatro o cinco cabezas iluminadas. Ni hablar si esa luz es de dudoso resplandor.
Esa soberbia lo impulsó también a creer que podía seguir manejando el gobierno a su antojo y el de cuatro o cinco amigos, con el solo atributo de mantener viva la imagen de Cristina Fernández. Por eso, entre otras cosas, hizo lo imposible para que sus senadores no impulsaran el desafuero. La historia reciente se encargó de remarcar esa fue una grosería.
Allí se encuentra, a mi juicio, señor presidente, lo peor de su legado. Haberle dejado el camino llano al regreso del autoritarismo. Es probable que la soberbia de la que hablaba lo haya convencido de que la gente lo eligió para gobernar por sus brillantes capacidades y su impecable currículum. Disiento. Creo que encontró en Usted la manera de desembarazarse de un gobierno que administraba el país a los gritos y a los sopapos.
La gente lo eligió a Usted, señor presidente, no porque fuera rubio, alto y de ojos claros. Lo eligió para que se fuera (y no volviera) el cristinismo.
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Es posible que tenga usted algo así como un veinte por ciento de apoyo personal entre la ciudadanía, y que ese número le alcance hoy para ser el líder de la oposición, una especie de premio consuelo por su esfuerzo. Pero Cristina y los chicos de La Cámpora se han vuelto a colocar sus trajes de piloto. Y aunque usted quiera convencerse de que no es así, ya no está a su alcance evitar que vuelvan a cometer los dislates del pasado. Eso no depende de Usted. Ni siquiera de Alberto Fernández. Depende sólo de sí en la conciencia del cristinismo/camporismo hay lugar para el arrepentimiento.
Los tiempos por venir dirán si Usted logrará ser como opositor lo que no pudo como presidente, o si preferirá retirarse a una vida tranquila donde pueda jugar al golf en Mendiolaza o Potrerillo de Larreta sin los comentarios insidiosos del periodismo y las redes. Aunque francamente creo que la política no sé si le dará otra oportunidad.
Me despido de Usted recordándole que todas las críticas y elogios que aquí esbozo han sido publicadas oportunamente. Es probable que la profundidad de la grieta y la intensidad de la batalla hayan impedido que se escucharan.