Yo viví la efervescencia democrática del 83. Tenía 18 años recién cumplidos y cantábamos en las plazas “se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar”. En sexto año del Industrial éramos casi todos alfonsinistas y un solo peronista, el gringo Palma, que decía que Alfonsín era el gordito de la Coca Cola. Todavía hoy somos amigos.
Lo importante no era el contenido de las discusiones ni de las polémicas. Lo importante era que después de tanto tiempo podíamos hacerlo, podíamos discutir. Después de que ganó Alfonsín las voces diversas se multiplicaron, se vendieron más revistas, llegó el destape, las denuncias sobre violaciones a los derechos humanos, la militancia entendida como la expresión libre de las ideas.
Supe, por ejemplo, que Luis Brandoni era muy radical y que Víctor Laplace era muy peronista. Dos tremendos actores, y ningún peronista ni radical se privaba de verlos en el cine o de pagar una entrada para el teatro porque defendieran ideas distintas.
Los jóvenes hijos de la democracia entendíamos que había que defender el derecho a decir, a expresar, a pensar. Y que ese derecho a la libertad estaba por encima de cualquier parcialidad. Todos lo defendíamos. Habían sido muchos años de oscuridad y silencio como como para apagarle la luz y cerrarle la boca al que pensaba distinto.
Pero como toda espuma, en algún momento empieza a bajar. Pasaron los años y en vez de aferrarnos a la democracia y navegar todos en ese barco, la fuimos desmembrando hasta que la dejamos de entender. En algún momento empezamos a creer que el verdadero derecho era el de imponer nuestras ideas.
Hoy los kirchneristas no quieren que actúe Casero, los macristas no quieren que actúe Echarri o Dady Brieva. Inocencia o estupidez, o las dos cosas, no nos damos cuenta que durante la dictadura no hubiese actuado ninguno.
Alguien en la estructura del gobierno provincial no entendió el proceso. No entendió por qué lloró Schiaretti en el juicio de La Perla. No entendió a Voltaire cuando escribió que aunque aborreciera lo que el otro dice, daría la vida porque lo siga diciendo. No entendió nada y produjo un episodio de censura contra Alfredo Casero porque el actor dijo algo que el censor consideró terrible. No entendió, como Voltaire, que por más terrible que fuera lo que dijo Casero, había que dar la vida para que lo siguiera diciendo.
Peor aún. Apuntaron a que la Universidad Provincial es una institución que defiende la democracia y que los dichos de Casero eran antidemocráticos. Más allá de lo discutible de este apunte, quedaron atrapados en una contradicción que debería darles vergüenza: en nombre de la democracia censuraron. En nombre de la democracia prohibieron la libre expresión de una idea. En nombre de la democracia le quitaron a la democracia el fundamento basal de su existencia.
Esta columna fue publicada en el programa Córdoba al Cuadrado de Radio Suquía – FM 96.5 – Córdoba – Argentina.