Una guerra extraviada en la historia, eso es lo que vio en el este del Congo quien escribe estas líneas. Un conflicto alimentado por señores feudales que luchan por imperar en las zonas donde se extrae ilegalmente cobalto, diamantes, oro, uranio o coltán, que luego venden a traficantes de países cuyas sociedades viven en la opulencia y el desarrollo.
He escuchado en persona los relatos de quienes habitan intemperies desoladoras, como el campo de refugiados Mugumba, donde las milicias irrumpen para robar a quienes no tienen nada, además de violar a las niñas y llevarse a los niños para convertirlos en combatientes. Haber visto como la guerra le abrió la puerta al hambre y a enfermedades desaparecidas en el resto del mundo, como la poliomielitis y el cólera, deja recuerdos que no cicatrizan.
Sobre ese infierno habló el Papa Francisco. Al llegar a la República Democrática del Congo (RDC), el jefe de la iglesia católica denunció el colonialismo económico y clamó por el fin de la depredación de ese país y de toda Africa. ¿Demagogia pontificia o reclamo necesario?
A Francisco se le puedan cuestionar pronunciamientos y también silencios en el escenario mundial. Pero que una voz escuchada a nivel internacional haya denunciado la situación del Congo, desde la capital misma de ese país tan inmenso como maltratado por manos propias y ajenas, es un acierto incuestionable.
En el 2010, fue necesario que Mario Vargas Llosa publicara “El Sueño del Celta” para que extender en el mundo el conocimiento sobre la brutal explotación de congoleños por parte del rey Leopoldo de Bélgica. La novela describe la historia de Roger Casement, el diplomático británico que en la primera década del siglo 20 denunció los padecimientos provocados por la explotación del caucho y otras riquezas de lo que, por entonces, era propiedad privada del monarca europeo. A partir de las denuncias de Casement, el Estado de Bélgica quitó a su rey la posesión del extenso territorio africano, que pasó a llamarse Congo Belga.
La independencia posterior no trajo el fin de la violencia. Los padecimientos y crímenes brutales se ensañaron con el líder independentista Patrice Lumumba y con su movimiento anticolonialista. El conflicto secesionista en la provincia de Katanga fue uno de los tantos muestrarios de bestialidades.
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A pesar de sus crímenes y de su corrupción ilimitada, el régimen de Mobutu Sese Seko fue apoyado por potencias occidentales porque lanzó una guerra sanguinaria contra guerrillas comunistas. Las masacres fueron la regla en el tiempo en que el país se llamó Zaire. Pero la situación no cambió cuando, tras esa dictadura de tres décadas, llegó al poder el guerrillero izquierdista Laurent Kabila, a quien Ernesto “Ché” Guevara, en su fallida experiencia en el Congo, había descripto como un frívolo forajido que, además de la guerra insurgente, se dedicaba a la cacería de elefantes para traficar marfil.
A la guerra no supo detenerla tampoco Joseph Kabila, quien llegó al poder tras el asesinato de su padre en el 2001.
A esa altura, la RDC ya tenía el Este gangrenado de milicias que servían a poderes extranjeros que se benefician de la explotación ilegal de minerales de alto valor estratégico, como el coltán.
Las riquezas naturales del Congo fueron su condena. No sólo potencias extra-continentales permitían, con sus compras de minerales a milicias sanguinarias, la guerra eterna en las provincias de la región de los grandes lagos. También países vecinos como Ruanda y señores de la guerra ugandeses y congoleños hacían sus negocios con la tragedia que convirtió a Goma, la capital de la provincia Kivu del Norte, en la “ciudad más peligrosa del mundo”.
El desembarco de China no mejoró la situación. También el gigante asiático se benefició con el viejo conflicto que nunca termina, precisamente, por los beneficios que genera la situación de caos que provocan las milicias que chocan entre sí por el control de zonas ricas en minerales.
No importa que las milicias sean hutus o tutsis ruandeses, o que hablen lingala, suajili y cualquier otra de las lenguas que se hablan en el Congo. El factor étnico, así como las ideologías, son banderas que se agitan para encubrir la codicia desenfrenada que hace correr ríos de sangre desde la segunda mitad del siglo 20, mientras el mundo hace de cuenta que esa guerra eternizada no existe.
El Papa quiso incluir a Goma en su viaje por el Congo. Lo hicieron desistir por porque la capital de Kivu del Norte es realmente, como se la llama, “la ciudad más peligrosa del mundo”.
Kinshasa, la capital de la RDC, está en el Oeste, y ese es otro mundo. Pero es un punto propicio para avisarle al orbe que en la región de los lagos, donde está el volcán Niaragongo y los bosques de gorilas desprotegidos ante la codicia de los cazadores, se desarrolla desde hace décadas una guerra sin códigos al que el mundo da la espalda con glacial indiferencia.