Desde siempre, las mujeres cargamos con el estigma de ser las “de” de alguien. La hija “de”, la esposa “de”, la hermana o la prima “de”. Identidades prestadas que hacen más pesado el camino por encontrar valor en nuestro trabajo por nosotras mismas, en todos los ámbitos de la vida.
El cuarteto no sólo no es la excepción, sino que nos sirve de ejemplo para ver cómo funciona este fenómeno social.
Magalí Olave
Comenzó su carrera a los 15 años cantando con su primo Ulises Bueno. Se casó con el jugador Matías Suárez y eligió postergar su carrera como artista para apostar por su familia, cuando su marido jugaba en Bélgica.
Hace cinco años, volvió a la Argentina para empezar su proyecto como cantante solista, que durante la pandemia creció de manera considerable en todo el país.
Hoy vive en Buenos Aires (por el trabajo de Matías en River). A pesar de que podría quedarse en su casa, o incluso meterse en los medios de la Capital e intentar hacer una carrera allá en otro ámbito más amable para las mujeres como la cumbia, ella elige seguir sembrando en el terreno hostil del cuarteto.
Cada semana, Magalí deja a sus hijos los viernes en el colegio temprano y maneja 700 kilómetros para llegar a dar su baile por la noche en Córdoba. Termina de madrugada, descansa unas horas y se sube a una traffic por la tarde (dependiendo la distancia del lugar de toque) para llegar a destino y volver a subirse al escenario, repitiendo la misma secuencia los domingos.
Con suerte, el lunes se levanta y vuelve a manejar hasta su casa, donde la esperan sus dos hijos y su marido, para seguir con sus tareas de madre, mientras hace notas para los medios, se saca fotos, graba video clips y planifica su carrera.
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A los ojos de mucha gente, sigue siendo la mujer “de”, esa que sólo triunfa por la plata de su marido, que la hizo jugando al fútbol mientras ella postergaba sus sueños, sin tener en cuenta el esfuerzo que le dedica día a día a su carrera. O la prima “de”, a la que no se le valora el arduo trabajo que hizo en la pandemia que la trajo hasta acá, haciendo streamings y estrenando videoclips, mientras otros varones solo esperaban que vuelvan los bailes para subirse a cantar y que la gente los siga apoyando como siempre.
Lorena Jiménez
La hija de La Mona camina por los escenarios desde que era una bebé. Grabó su primer disco simple en 1982, cuando era solo una niña. Todavía menor de edad, en su adolescencia grabó otro disco de cuarteto, el segundo de varios que se siguieron sumando en su carrera.
Durante toda su vida, Lore se dedicó al arte. Estudió música y teatro e hizo una búsqueda artística por distintos géneros profundizando en el cuarteto característico cantado por una voz femenina, que hasta el momento nadie había hecho.
Tiene un trabajo estable en el Teatro Real y los fines de semana hace dos o tres fechas promedio (en el verano más) recorriendo los caminos más polvorientos de la provincia desplegando un torbellino de energía con su música.
Para los haters, siempre será “la hija de La Mona”, anulando en un comentario de Instagram varias décadas de trabajo. La que a pesar de tener a su disposición la maquinaria Jiménez, sigue apostando en su pequeño universo a una búsqueda alejada de lo comercial y enfocada en el nicho familiar del cuarteto de antes, ese que escuchaban y bailaban nuestros abuelos en el campo.
Noelia Martínez
Estuvo tres años en pareja con Gregorio "Chichí” Ledesma, ex presidente de Belgrano y empresario del cuarteto con el que trabajó a inicios de la década del '90. A pesar de ser una pionera, la primera mujer con nombre propio que cantó sobre un escenario cuartetero, que enfrentó con su personalidad arrasadora los medios más importantes de Buenos Aires y trabaja hace 30 años de la música, todavía hay gente que desmerece su trayectoria y se la carga a su primer representante.
Y qué decir de Leonor Marzano, una figura femenina que tuvo mejor suerte porque fue socialmente aceptada, pero que tiene como característica fundamental una visión dulce y maternal, el estereotipo del deber ser femenino. La “madre del cuarteto”, siempre ligada a la imagen de una familia conducida por hombres, avalada por el paraguas masculino, primero, de un padre que la llevó a estudiar piano y a tocar en su banda para evitar que “se quede sola en casa”. Y después por el de su marido, Miguel Gelfo, que tomó las riendas del grupo, cedidas por el patriarca Augusto.
Todos estos ejemplos esconden una visión sesgada y parcial de una realidad que niega la valoración artística. En la historia de la música (y del cuarteto) hay cientos de proyectos con espaldas gigantes de dinero que nunca funcionaron a pesar de los miles de billetes que se invirtieron. De parientes de personas híper conocidas, pero que nunca lograron traspasar una pantalla ni ganarse el cariño de la gente. Pareciera que las mujeres no podemos simplemente ser, sin un hombre que las complete o las avale.
Es verdad, el cuarteto tiene otros nombres femeninos como el de Vanessa Velázquez. Sin un varón visible por detrás, hace más de diez años viene batallando por pisar fuerte y lo está logrando gracias a su talento innegable, y a ese empuje de otra mujer que pateó la puerta en la pandemia para que por detrás entren todas las que hace años la vienen peleando.
No es sólo el dinero, ni el parentesco ni el apellido. Es la constancia, el esfuerzo y la perseverancia lo que tiene que acompañar al talento del artista para recorrer su propio camino.
Lo que sucede es que a las dificultades que cualquier varón tiene para triunfar en la música, las mujeres tienen un plus sobre sus espaldas. El luchar para que nadie se apropie de su éxito.
Por fortuna (que nada tiene de suerte), en la pandemia las chicas lograron romper con el mandato cuartetero de que el público no paga entradas por ver cantar cuarteto a una mujer. Ellas, que salieron a picar la piedra en la cuarentena, allanaron el camino para todas las demás, y demostraron que pueden llenar bares, parrillas, boliches y van por los grandes clubes.
Pero el camino es largo y recién empieza.