La democracia argentina no ha encontrado los caminos para resolver la agenda más urgente que proponía Raúl Alfonsín: se come, se cura, se educa. Pero, claramente, ha logrado certezas contundentes y una de ellas es que la violencia lejos de solucionar algo, lo empeora todo.
Los antagonismos han signado la historia argentina desde el origen hasta hoy. Las grietas en cada etapa se han sucedido entre ellas. Pero la restauración democrática fue una bisagra que nos enseñó que la violencia sólo genera más violencia y que los conflictos se deben dirimir por canales institucionales. Basta pegarle un mínimo repaso a nuestra historia, escrita desde cualquier signo o lineamiento.
Son los famosos acuerdos que construyen una nación. Esas cosas sobre las cuales hay un consenso tan extendido, no necesariamente unanimidad, que se transforman en pilares fuera de discusión.
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Un arma apuntando a centímetros de la cabeza de la vicepresidenta, cargada y gatillada, es un atentado contra la democracia. ¿Por qué? Porque Cristina Fernández no ocupa ese cargo, ni fue dos veces presidenta y varias senadora nacional por un capricho, gracia divina o antojo de la naturaleza. Fue el voto popular el que le confirió esos cargos en un andamiaje legal que tiene perfectamente establecido cómo se accede, cuánto duran y cómo se remueve a alguien de esas funciones.
Las discusiones sobre las cualidades personales y políticas, la manera de gestionar, el discurso, la honestidad o no, la comisión o no de delitos, entre otras cosas, forman parte de otro tipo de debate. Que no se resuelven con una pistola en la cabeza.
El dato no es que le gatillaron a Cristina Fernández. Le gatillaron a una expresidenta y una vicepresidenta.
Por eso, esa terrible imagen debería ser superada con algo que amagó con ocurrir en la misma noche del jueves pero que se fue diluyendo con el correr de las horas. La foto de los senadores de todos los bloques condenando el hecho apenas se conoció, unas pocas horas después de que habían intercambiando duras acusaciones, pareció una correcta respuesta institucional.
Le siguió el repudio extendido de dirigentes de diversos espacios. Sobre la medianoche, Alberto Fernández comenzó a desviarse del eje cuando habló del “discurso del odio que se ha esparcido desde diferentes espacios políticos, judiciales y mediáticos de la sociedad argentina”. El presidente perdió otra excelente oportunidad para demostrar que honra la primera magistratura del país.
No sólo Alberto diluyó aquella foto del consenso. Lo hicieron los cultores de la grieta por la grieta misma. Entonces, de un lado plantearon que el asesino es un producto de todos los sectores que -por la razón que sea- no comparten las políticas del kirchnerismo; y del otro sostuvieron hipótesis disímiles que apuntan a una maniobra conspirativa.
Para todos ellos, la recomendación sería repasar aquella Semana Santa de 1987, cuando la democracia recientemente recuperada sufrió su primer intento desestabilizador con la asonada militar carapintada.