La mayoría de los analistas juzgó el valor del portazo en relación a la interna del gobierno. Se agarraron la cabeza pensando en las dificultades que tendrá la coalición del poder para llevar adelante los casi dos años que le faltan.
Otros repararon en los repetidos desplantes cristinistas cada vez que las cosas no salen como ella quiere. No le niego importancia a ninguno de esos ítems.
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Prefiero, sí, enfocar el daño institucional que la señora K le infringe una vez más a la república. Como cuando se negó a traspasar los atributos del gobierno al electo Mauricio Macri o amonestó a los gritos a los jueces de un tribunal que tiene que juzgarla a ella.
Para un vicepresidente, dirigir las sesiones del senado es una carga pública, una responsabilidad funcional y un deber moral. Excepto que el vicepresidente en cuestión se sienta por encima de las instituciones.
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Y en eso no está sola la señora K. Son muchos los ejemplos en la historia argentina en que las personas, sus ideologías, su afán de poder, sus visiones económicas o éticas, creyeron estar por encima de la constitución y las leyes.
Como si la manera de interpretar la vida pública de una persona, o un grupo de ellas, fueran más importantes y valederas que el conjunto de normas que la mayoría de los representantes del pueblo acordaron respetar. Como si un solo individuo pudiera arrastrar tras de sí el destino de una nación.