Gabriela amaba lo que hacía. Supo contar que desde muy chiquita, y de lunes a viernes, se metía un ratito dentro de ese traje de hombre valiente. Era el señor que, con voz amable y aspecto inmaculado, los cuidaba todos los días al salir de clases en su colegio, a ella y a todos los compañeritos.
Gabriela terminó el cole. Pero ella quería seguir sintiéndose dentro de ese traje mágico, que de alguna manera la convertiría en una joven con superpoderes, para defender y cuidar.
Gabriela hizo las cosas como se debían hacer. Estudiaba, educaba a su hijita. Trabajaba. Y disfrutaba con ponerse, todos los días, el mismo traje del señor de azul que tanto la había cuidado.
Ella siempre puso la vista en el futuro. Y eso, quizás, no le permitió percibir, ni aún con su mágico traje, que un palazo endiablado, le arrebataría todos los sueños. Fue interceptada por delincuentes cuando venía de trabajar. Murió horas después.
Victor era jefe. Le habían dado todo el poder que creían se merecía.
Él estaba ahí para redoblar esfuerzos y ofrecerle más seguridad y tranquilidad a la gente de Villa Allende. Y la gente le creía. Y le daba lo más preciado de la vida. La intimidad de su casa y su familia. Le confiaban horarios y movimientos de sus hijos y sus hogares. Veían en él a un aliado. Victor estaba día y noche para ellos. De día vestía el traje azul. De noche andaba encapuchado.
Victor no murió, pero se mató él mismo en vida, por traicionar los ideales que le confiaron tantos vecinos angustiados y golpeados, a sus manos sucias con robos y sangre.
El 5 de enero pasado, Sofía fue a trabajar como todos los días. En su casa dejaba a su bebé recién nacido.
Cuando llegó a su oficina, se encontró con mucho más que un paquete de cartas. Agustina, de solo 3 meses, esperaba, a los llantos pelados, que sus padres en conflicto definieran el destino.
En el “mientras tanto”, la alzó en sus brazos de madre reciente, y se dio cuenta que, el dulce aroma de sus pechos turgentes que se escondían debajo del traje azul, colaborarían en su tarea diaria de prestar servicio a la comunidad. No tuvo dudas. Amamantó a la beba que gritaba a su lado de tantas horas sin comer.
Mientras Sofia daba más de lo que podía, Martín, que por esas casualidades del destino, tuvo que soportar durante gran parte de su vida el apellido Ladrón, lastimosamente le hizo honor a él-
Aprovechando las circunstancias, descuidó a la gente, para “cuidar su bolsillo” con bienes ajenos. Cuando los móviles de la policía (o de la comunidad), que él coordinaba, debían patrullar los campos de los chacareros atacados por las nuevas bandas rurales, él disponía, dentro de ese traje azul que le daba autoridad e impunidad, que llevaran cal, cemento y maderas, para la casita propia.
Gabriela, Victor, Sofía, Martin. Todos tenían algo en común. Llevaban el traje azul. Manchado o mágico. Salvador o castigador. Como teta o como garrote.
Ese traje azul que nos remite al policía del club, del barrio. Al del banco. Al de las elecciones. Al que salva en incendios, en robos, en ataques. Al que lleva adentro la vida de un ser que lo da todo por el otro. El de la escuela de Gabriela. El de Sofia, que todo lo percibe. Como el traje de un DIOS, que aparece cuando lo necesitamos.
Ese mismo traje azul, también fue manchado. Y necesitamos recuperarlo con la mejor tintorería: la de las autoridades actuales. Ellos tienen el DEBER de devolvernos “nuestro traje” limpio.
Para que el traje que era como de un DIOS, saque ese DIABLO de adentro y vuelva a hacer el bien.