Ni la sombra es siempre sombra, ni la luz siempre ilumina. Ni el más chico siempre cae ante el más grande.
A las siete de la mañana, helados de frío nos animamos a aplaudirle a los pájaros de la Plaza Julio Argentino Roca (Río Cuarto) y hacerlos volar de las ramas. Parece un pavada casi infantil pero ahí conectamos con el tiempo y espacio que nos tocaba cronicar.
Después fueron los turistas de Alpa Corral y más tarde la multitud. Con sus lentes, telescopios, cámaras superdigitales o una simple cámara oscura de cartón que una señora armaba a último momento, todos y cada uno no nos imaginábamos lo que venía.
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Jamás me imaginé que el asombro de los primeros minutos era capaz de sostenerse entre esos individuos inconexos cada uno con sus medios. Fueron pasando los minutos y casi parecía más de lo mismo, o quizás el cansancio de doce horas nos agotaba el asombro. Y aparecieron los pájaros. En plena siesta, bajaron río abajo buscando sus árboles del centro de Río Cuarto. Y ahí nos quebramos.
La orden de aire se nos perdió en el auricular y un grito silencioso de una multitud compacta nos dejó sin palabras y con emociones. Cada uno del equipo se quedó en su puesto, como pudo, con la desconocida oscuridad incomparable que nos aplastaba. Lágrimas, piel de gallina o piernas temblando. Si dijimos algo, fue lo que nos salió. Era estar en tiempo y espacio ante esa noche eterna de dos minutos.
Cuando nos dimos vuelta, la gente se había ido. Y la noche no era lo mismo, ni el día, ni nosotros.
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