Hubo un tiempo en el que el insinuar que las restricciones impuestas en la extremadamente severa cuarentena argentina podían ser excesivas, exageradas, innecesarias desde un punto de vista sanitario, además de inconstitucionales, era asumir una posición muy minoritaria, políticamente incorrecta.
El consenso social en torno al mensaje oficial era sólido: no había que salir de casa sin un permiso especial, hacer gimnasia al aire libre era un peligro, las reuniones familiares entre no convivientes debían ser sancionadas con multas e incluso arrestos.
El estado de excepción se prolongaba indefinidamente. La cuarentena eterna bloqueaba la educación presencial, desconectaba el transporte público de larga distancia; impedía encuentros, despedidas, contactos imprescindibles para que la existencia merezca el nombre de vida. Destruía la economía de una multitud de argentinos y argentinas sin ingresos asegurados. Afectaba la salud de millones de personas obligadas a vivir limitadas por una infinidad de prohibiciones. Empoderaba a las fuerzas de seguridad de todo el país que, habilitadas por el marco de los decretos presidenciales, perpetraron el pico de casos de violaciones a los derechos humanos desde el regreso de la democracia.
Una realidad orwelliana que, encima, tuvo desastrosos resultados epidemiológicos.
Esbozar un cuestionamiento a ese cuadro de situación implicaba que, siguiendo la lógica del discurso presidencial, a uno lo etiquetaran de "anticuarentena". A menudo ese rótulo venía acompañado de otros agravios: insensible, egoísta, promotor de la muerte, cuasi asesino.
Lo que desnuda el escándalo de la clandestina en Olivos es que todo ese discurso oficial en torno a las restricciones era una impostura. Que el Presidente no tenía la convicción de que el peligro de la pandemia justificara tantas restricciones, tantos mensajes aterradores, tantas amenazas con el dedito levantado. La foto del "festejo de Fabiola", el amontonamiento de gente sin barbijos ilustra, entre muchas otras cosas, que sus discursos eran pura desinformación, datos inconsistentes, sermones vacíos, doble moral.
El Presidente que incumplió la cuarentena eterna que él mismo impuso, se revela, finalmente, como un auténtico "anticuarentena".