A mí me viene el recuerdo de las noches. No sé cómo hacía mamá pero siempre se las ingeniaba para irse a dormir después de nosotros. Nunca estaba la suficientemente cansada, siempre encontraba alguna tarea extra, pero la cuestión es que mi hermano y yo nos acostábamos con las luces de la casa prendidas y el sonido de la máquina de coser o de tejer.
Creo que era un acuerdo no dicho con mamá. Ella cosía o tejía y yo esperaba el momento mágico en que se interrumpía el sonido de esa máquina y escuchaba sus pasos deslizarse hasta el dormitorio. Nosotros nos hacíamos los dormidos y mamá sabía, pero la ceremonia consistía en esa actuación. Se acercaba con delicadeza y se inclinaba con un movimiento tan sutil que aun abriendo los ojos me costaba percibir. Se recogía el pelo para no hacer cosquillas con las puntas y daba ese beso inmenso en la mejilla que me acompaña todavía hoy. “Hasta mañana”, decía, y era el saludo que, ahora sí, invitaba a conciliar el sueño.
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No recuerdo una sola noche distinta. Nunca. No existe en mi memoria de niño o los primeros años de adolescente en que alguna razón la distrajera del beso y del hasta mañana. Después de eso, yo sentía la cama más calentita, la almohada más confortable. Protegido, esa es la palabra, me sentía protegido, seguro, decidido a enfrentar el mundo al día siguiente, por más escollos que me esperaran. El beso de mamá era mi escudo, mi fortaleza, el refugio al que podía volver una y otra vez; cuando quisiera, cuando la necesitara.
Han pasado casi cuarenta años de aquellos tiempos y, creeme, mamá, todavía siento tu beso de las buenas noches en la mejilla. Todavía me duermo más tranquilo gracias al recuerdo. Quizás sea también un homenaje pequeño a tu inmensa figura. Sigo siendo tu hijo, por más años y canas que traten de alejarnos.
Esta columna fue publicada en el programa Córdoba al Cuadrado de Radio Suquía – FM 96.5 – Córdoba – Argentina.