Era lunes, pero no un lunes cualquiera. Era 8 de agosto de 2016. Lo recuerdo como si fuera hoy. Amaneció lloviendo como casi todos los días en Río de Janeiro. Madrugamos y nos preparamos para vivir dos semanas a puro deporte. Era el comienzo de los Juegos Olímpicos, los primeros de la historia en Sudamérica, y El Doce estaba presente.
Después de transmitir para Arriba Córdoba en las playas de Copacabana, el próximo destino era la Villa Olímpica: el lugar donde convivían 10.500 atletas de todo el mundo.
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No estaba lejos, pero el tránsito de la ciudad era un caos y demoramos dos horas para hacer un par de kilómetros. Nos bajamos del auto y caminamos varias cuadras hasta la entrada al complejo. La consigna era clara: entrevistar a algunos deportistas argentinos antes de que salieran a competir.
Cuando llegamos al ingreso me tomé unos minutos para apreciar desde afuera la Villa Olímpica. Un complejo de 12 torres de departamentos que albergaba a lo mejor del deporte mundial.
Mientras me alejaba caminando hacia atrás para tomar dimensión me topé con un gigante que me hizo sombra. Lo miré y lo reconocí al instante. Era Luis Scola, jugador de basquet. Lo saludé y me saludo, no muy amablemente. En ese momento no estaba con mi camarógrafo. Perdí la chance de hacer una nota. Eso no podía volver a pasar. Entonces corrí a buscarlo para estar preparados.
Volví unos metros y me di cuenta que estaba en tierra de gigantes. Me rodeaban los jugadores de la selección argentina de básquet. Rápido comencé a buscarlo a él, el jugador emblema, el más importante. Para mí, el mejor deportista argentino de toda la historia. El que nos pintó miles de sonrisas con una pelota naranja a millones de futboleros.
Ni Messi, ni Maradona, ni Vilas, ni Fangio, ni Monzón, ni Aymar, ni Pareto. Para mí el más grande fue, es y será Ginóbili. Difícil de entender en un país donde el fútbol es el deporte rey. Lo sostengo y me valió más de una discusión. Pero trato de no insistir, que cada uno sea feliz con su ídolo.
Después de un par de cabezazos lo encontré. Ahí estaba Ginóbili, sentado en un escalón mirando su celular.
Corrí, me paré delante suyo y le dije lo primero que le sale a cualquier periodista:
- "Hola Manu. Somos de Córdoba. ¿Te puedo molestar con una notita?"
Levantó la mirada y me respondió primero con la cabeza, después con palabras.
- "Hola. Buen día" -nunca perdió los modales, algo muy difícil de ver entre los futbolistas-. "Disculpame. No nos dejan hablar con la prensa. Ahora nos vamos a entrenar. Mañana después del partido hay conferencia y damos notas".
La respuesta me desilusionó y tiró abajo las miles de preguntas que se me habían ocurrido. Pero en ese momento el fanático le ganó al periodista, lo corrió del medio, y preguntó lo que más anhelaba:
- "Pero una fotito me voy a poder sacar con vos. ¿Sí?"
Nunca lo había preguntado. No me interesa sacarme fotos con los deportistas. Siempre los miro como periodista y los disfruto desde mi lugar. Pero con Manu era diferente.
Con el humor que siempre lo caracterizó se rió, volvió a despegar los ojos de su teléfono, me miró y dijo: "Dale. Me van a matar porque no se puede, pero dale. Vení, sentate".
Fueron diez segundos pero para mí duraron toda una vida. Pensé que sería al revés y que pasarían rápido y sin poder disfrutarlos. Me senté a su lado y busqué el teléfono para inmortalizar el encuentro.
En ese momento me di cuenta que estaba más nervioso de lo que imaginaba. La ansiedad me jugó una mala pasada e hizo que el celular desapareciera. Entre los seis bolsillos del pantalón y los ocho del chaleco se hizo casi imposible encontrarlo. Pasaron unos pocos segundos, los suficientes para pensar que si había perdido el teléfono, justo en ese momento, no me lo perdonaría en toda mi vida.
Ahí estaba. Lo había encontrado. Escondido en el último de los bolsillos. Ahora el desafío era activar la cámara, posar y retratar un momento inolvidable.
Entre los nervios, la felicidad y la ansiedad hice lo mejor que pude. Mi cara no alcanzó a reflejar todo lo que sentía y lo más inteligente que se me ocurrió decir fue: "Fotooooooo". Un papelón.
En una breve charla alcancé a preguntarle cómo estaba, le hice un comentario del calor y si le gustaba la Villa Olímpica. A los minutos se levantó y subió al colectivo para ir a entrenar.
Para él fue un día más, para mí el más importante de mi carrera. Lo vi jugar varias veces: en Río de Janeiro, en Córdoba y en Buenos Aires. Mi cuenta pendiente es haber estado en un partido de la NBA. Lo entrevisté un par de veces entre cientos de periodistas. Pero nunca fue como aquel lunes 8 de agosto de 2016. Justo nueve días antes de que se retirara de la Selección Argentina.
Fueron sólo tres minutos, pero solo estuvimos él, mi cámara y yo.
Seguramente él no lo recuerde, yo no lo voy a olvidar nunca en mi vida.
Para él fue un lunes más, para mi fue el día que conocí a Dios.
Por todo lo que hiciste, simplemente #GraciasManu.