¿Qué tenía que contar sobre Malvinas? Me atormentaba la pregunta. Desde diez días antes, que fue cuando supe que viajaría.
Iba a ir solo, sin camarógrafo, sin técnico, apenas con un par de celulares y una lentísima conexión satelital a internet disponible en las islas. En el marco de un viaje inaugural en el que el pasado no era el núcleo de atención. Tenía miedo, pavor, de no estar a la altura de las circunstancias.
¿Qué iba a decir que no se hubiese dicho más y mejor en 37 años o en los 150 anteriores a la guerra? ¿Qué iba a mostrar que no hubiesen mostrado cientos de camarógrafos argentinos e ingleses que en todo este tiempo no dejaron un rincón de Malvinas sin retratar? ¿Cómo contar una tragedia (o una epopeya, según se mire) que tanto se había contado?
Pero si para algo sirve la experiencia es para ayudarte a sobrevivir.
Me había pasado en la Antártida que, apenas bajé del avión en la base Marambio, la bandera argentina clavada entre la tierra y el hielo me previno: no se trataba de entender sino de sentir. Y para la mayoría de los argentinos, Malvinas no es historia, ni lógica, ni juicio. Es una pasión. Como en la Antártida, al relato no lo iba a dictar la cabeza.
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Llegué el miércoles a la tarde. Tres horas más tarde me senté a tomar una cerveza en una casita prefabricada de cuarenta metros cuadrados, en las afueras de Puerto Argentino. Mi anfitrión era un coloradito, más bien retacón, de mirada dura pero transparente y al que los años no lo trataron como él hubiera deseado. Había nacido en Malvinas y estudiado tres años en Córdoba entre el 71 y el 74. Hablaba ese español empastado de los nativos de lengua inglesa. En la guerra había servido como apoyo logístico de las tropas británicas, llevando y trayendo pertrechos. Pero en la vieja repisa de la única sala de estar de la casa había una foto, reciente, en la que comía un asado en General Deheza con ex combatientes argentinos. Patrick “Papi” Minto, quizás sin querer, me dijo cómo debía seguir mi cobertura. “La guerra fue la demostración de que los políticos no dejan abrazarse a los seres humanos”. Cuando terminó la entrevista, me abrazó como a un amigo de toda la vida y su vecina, una enfermera que en la guerra había curado soldados de los dos bandos, me dijo que era la primera vez que le iba a dar un beso a un argentino.
Malvinas no es historia, ni lógica, ni juicio. Es una pasión.
Dos frases me habían cargado el software de mi trabajo en Malvinas y por fin me habían quitado la angustia “de no estar a la altura de las circunstancias”.
Al día siguiente, Fernando y Julio, dos guías excepcionales, me llevaron al campo de batalla. Juro que no sabía dónde íbamos. Caminaba por una estepa húmeda en la que se enterraban mis zapatillas y frente a un pequeño monte, casi una teta de la tierra, uno de ellos me dijo: ese es el Monte Longdon.
No soy nacionalista ni religioso. Al contrario, me jacto de tomar distancia de los fanatismos que no dejan progresar a la razón. Pero la mención a Monte Longdon me detuvo en seco. Estaba a unos metros del escenario de la batalla más sangrienta de la guerra, esa en la que muchos murieron a punta de bayoneta. No podía seguir. La garganta se me había endurecido y los labios me temblaban como suelen hacer cuando las palabras no saben qué atajo tomar.
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Me pasó lo mismo en el cementerio de Darwin, al día siguiente. En esa soledad inmensa y ventosa en la que las cruces defienden como centinelas los cuerpos de los muertos.
Un silencio. Es mi última idea. Mejor dicho, mi última emoción. Malvinas es un largo silencio de nuestra historia.