Cuenta la leyenda que en Estados Unidos, un músico de punk rock llamado Darby Crash, ideó un plan macabro para inmortalizarse como héroe. Formaría una banda, protagonizaría los conciertos más feroces sobre la tierra, publicaría una obra maestra de su género y luego se suicidaría para iniciar la leyenda. Todo le salió a la perfección, y en efecto, se quitó la vida con una sobredosis de heroína a los 22 años de edad.
Lo que Crash no calculó, lo que no podía calcular, fue que unas horas después de su planificado suicidio, un tal Mark David Chapman asesinaría a John Lennon en la puerta de su edificio. La muerte de Crash apenas ocupó unas líneas en algún diario de segundo o tercer nivel y su leyenda debió esperar a mejor oportunidad. Lennon, por otro lado, que hasta ese momento había competido con Paul McCartney por el trono de la historia del rock, pasó a convertirse en un mito que eclipsó cualquier otro músico y opacó hasta al mismísimo Elvis Presley, muerto también de manera inoportuna.
Como me lo dijo una vez el líder de una conocida banda argentina, en el rock el mejor marketing es morirse. Las leyendas de Lennon, de Kurt Cobain o acá entre nosotros de Luca Prodan o Gustavo Cerati pueden atestiguarlo, e incluso podemos desplazarnos de género y nos vamos a encontrar con Rodrigo, Gilda, Julio Sosa y hasta el propio Gardel. Morirse joven o intempestivamente agiganta la figura hasta convertirla, a veces, en algo más grande que lo que acreditaría el merecimiento. Siempre según los kilates del muerto, no vivir agranda el éxito.
En política pasa otro tanto. John Fitzgerald Kennedy es considerado un mito, después de que lo asesinaran cuando apenas tenía cuarenta y seis años. En vida, sin embargo, era visto por la crítica poco más que como un mujeriego empedernido cuya inmadurez emocional le trajo varios problemas al gobierno norteamericano. En Argentina, después de su renuncia en medio de una hiperinflación y del famoso pacto de Olivos con Menem, Raúl Alfonsín descendió a los infiernos de la impopularidad hasta que un gravísimo accidente en Río Negro lo devolvió a los primeros planos con el mote de “padre de la democracia”, mote por el que lo llamaron incluso quienes lo habían defenestrado.
Todos los sociólogos políticos y encuestadores coinciden en que la muerte de Carlos Menem Jr. fue clave en la reelección de su padre y que el fallecimiento de Néstor Kirchner determinó la victoria de Cristina Fernández en las elecciones siguientes.
La veneración y el culto por los muertos forman parte de una cultura ancestral que ha llegado con fuerza hasta nuestros días. A la certeza milenaria de que los muertos célebres tienen el poder de iluminar u oscurecer nuestro camino desde el más allá, se le han ido sumando argumentos modernos: la evidente congoja pública que genera la muerte y la necesidad humana de condolerse frente a los deudos es uno de ellos. Otro podría ser que los muertos ya no generan celos ni envidia ni ocupan lugares que los vivos querrían ocupar. En una palabra ya no representan competencia y por eso podemos pasearnos frente a su féretro destacando solo las virtudes que tenían en vida.
He escrito, y lo repito ahora, que aún no es tiempo para juzgar con decoro y rigor profesional la vida política de José Manuel De la Sota. Lo que sí hemos visto ya es el comienzo de la batalla por apropiarse de su figura que, convertida en mito, puede ayudar a los vivos a sortear temporales, posicionar candidatos y hasta ganar elecciones.
Esta columna fue publicada en el programa Córdoba al Cuadrado de Radio Suquía – FM 96.5 – Córdoba – Argentina.